EL BUDA EN TU ESPEJO
Prólogo del libro El Buda en tu espejo.
Hasta a quienes la vida parece habernos bendecido, tenemos épocas en que las cosas positivas que nos rodean tampoco nos dan felicidad. ¡Debe haber algo más, algo más profundo!
Pero aún cuando todo aparenta estar bien, a menudo no nos percatamos que estamos teniendo problemas. Cuando pienso en tantos amigos y contemporáneos de mi profesión que han ido y venido, en las leyendas que fenecieron demasiado pronto, cuyas voces musicales se apagaron por perder la batalla contra las drogas o la enfermedad... ¡Es obvia la necesidad de un método para lograr una felicidad perdurable!
La realidad de la vida del jazz no es sencilla (y estoy seguro de que ocurre lo mismo con muchas otras ocupaciones). Hace falta mucha fuerza, física y espiritual, para realizar constantes giras —a veces pasar meses viajando a un país nuevo cada día— seguir exprimiendo la creatividad y mantener relaciones sanas. En medio de la cruda realidad de la vida, tanto a nivel profesional como personal, ha sido el Budismo de Nichiren, una filosofía fácil de entender que afirma la vida, la que me ha apoyado durante unos veintinueve años.
Veamos cómo sucedió.
Yo no nací en el seno de una familia rica, de hecho, éramos bastante pobres. Pero tuve la suerte de tener siempre comida en el plato. Es más, conté con el apoyo de unos padres que me animaron a vivir mis sueños. Y respaldaron esos sueños lo mejor que pudieron. A pesar de que no podían permitirse el enviarme a la escuela superior, se las arreglaron para que fuera.
Además del apoyo de mis padres, mi vida ha estado guiada por varios mentores que he tenido la suerte de ir encontrándome a lo largo del camino hasta hoy. Tres de ellos fueron muy especiales. La primera fue la segunda profesora de piano que tuve, la Sra. Jordan.
Antes de que el jazz formara parte de mi conciencia, era un niño de nueve años con dos años de piano a mis espaldas. Esto era en Chicago, en 1949. Ahora no recuerdo cómo conocí a la Sra. Jordan , pero hasta ahora no he podido olvidar lo que me enseñó. Después de oírme tocar un poco, me dijo que estaba claro que podría leer música. Pero en el primer contacto me preguntó si conocía cosas como el tacto, los matices, el fraseo, e incluso cómo respirar cuando me sentaba ante el teclado, conceptos que eran ajenos a mi experiencia. Cuando contesté que no, me dijo: “Yo te enseñaré”. Y se sentó y tocó una pieza de Chopin tan maravillosa que, a mis nueve años, me quedé boquiabierto.
La Sra. Jordan me enseñó que tocar el piano era mucho más que saberse las notas. Al verla tocar con tanta calidez, dignidad y pasión, automáticamente me di cuenta de que el piano era un instrumento para la expresión personal.
Gracias a su sinceridad y sus continuos esfuerzos por encontrar el modo de explicar a un muchacho lo que, de otro modo, me hubiera resultado incomprensible, la Sra. Jordan encendió mi deseo de aprender. Y, como prueba de sus cualidades pedagógicas, al cabo de tan solo un año y medio, gané un importante premio del concurso de introducción al piano en Chicago y tuve la oportunidad de tocar en un concierto con la orquesta sinfónica de Chicago en el Orchestra Hall.
Estudiando con la Sra. Jordan fue la primera vez que recuerdo haber descubierto una nueva dimensión en algo aparentemente conocido, y ese impacto me ha acompañado siempre. De hecho, creo que eso es lo que hacen los grandes mentores: incitan tu capacidad de ver algo de un modo nuevo, de un modo que resuena dentro de ti de una forma especial. Lo que también conseguí con la Sra. Jordan , aunque en ese momento no me daba cuenta, era el modo en que la sinceridad de una persona podía influir de manera permanente en otra.
Miles Davis era también un mentor del mismo tipo. Era un personaje singular que controlaba tan bien su instrumento y su música, que hacía concienzudamente las cosas tal como sentía que debían ser. Miles tenía la osadía de dar la espalda al público durante sus actuaciones. Pero los de su banda veíamos claramente que lo hacía para dirigirse a nosotros de un modo sutil —con un movimiento de cabeza aquí, un pequeño gesto con su cuerno allá— a la vez que seguía tocando con virtuosismo. Miles seguía adelante y nunca sentía la necesidad de explicarse.
Quienes trabajábamos con y para Miles aprendimos de su genio particular, que iba más allá de su modo de tocar. Pero lo realmente especial era su capacidad para involucramos a todos en el proceso e integrar completamente todos nuestros elementos particulares. Nos dijo que nos pagaba para practicar allí, en el estrado, para de alguna manera crear y contribuir por medio de la música. Y demostraba constantemente, en escena o en el estudio, que era capaz aprovechar todo aquello que creáramos y convertirlo en algo significativo. En repetidas ocasiones, salvó nuestras torpezas con su habilidad, convirtiendo nuestros fallos rotundos en temas musicales que incorporaba constantemente a cualquier cosa que estuviésemos preparando.
Y cuando nos quedábamos bloqueados, se las arreglaba para sacarnos de ahí, del modo peculiar que le caracterizaba. Una vez, cuando me encontré con el equivalente en música del bloqueo literario, Miles se inclinó y me susurró al oído: “Pon un sí en el bajo”. Un poco confuso, intenté trabajar lo que creía que me estaba diciendo, y una vez seguro, empezó a saltar la chispa, que le llevó a él, y luego a mí, al diálogo musical.
En otra ocasión, cuando estaba encasillado, me dijo:
“No toques las notas facilonas”, lo cual me hizo cavilar, pero al final me di cuenta de que me estaba pidiendo que evitase de algún modo lo evidente. Todavía no estoy seguro de si Miles sabía realmente lo que quería decir, pero lo interpreté como que debía quitar las terceras y las séptimas de los acordes que estaba tocando. Por no entrar en demasiados tecnicismos musicales, digamos que esto abrió el sonido, de modo que con quienquiera que estuviera improvisando, ayudaría a explorar mejor las posibilidades de una melodía. Daba igual lo que Miles tuviera en la cabeza, sus consejos funcionaban... y nos cautivó. Para mí, es un ejemplo de la grandeza del liderazgo. En lugar de dictar, me estimulaba para que yo mismo encontrase la solución dentro de mí, apoyándome siempre, con la seguridad total de que podría armonizar con todos nosotros y hacer que juntos creásemos armonía.
Miles nos hacía sentir constantemente que cada uno de nosotros tenía algo único que sólo nosotros podíamos aportar. Lo hacía con pocas palabras; más bien lo hacía con su comportamiento. En aquel entonces no podía darme cuenta del todo, no lo vi hasta que empecé a practicar el Budismo de Nichiren.
Esto me lleva a hablar del tercer mentor que me impactó: Daisaku Ikeda. Como presidente de Soka Gakkai International, ha abierto una gran cantidad de puertas a doce millones de personas de 163 naciones para acceder a los principios establecidos en este libro.
Para mí, Daisaku Ikeda es un hombre que fomenta la expresión creativa del individuo, la armonía y la mezcla de personas del planeta. Está trabajando para lograr la paz, enseñando a todo el mundo cómo tener en su mano la clave de la renovación diaria, la renovación del espíritu, la alegría y la creación de una buena fortuna.
Aplicando las lecciones en sus múltiples escritos y conferencias sobre cómo aprovechar el poder de Nam-myojo-rengue-kyo —el principio místico que impulsa el universo— he ido derruyendo, muralla tras muralla, los obstáculos de mi vida y he visto cumplidos muchos de mis sueños y metas. Tengo la firme convicción de que puedo hacer frente a cualquier cosa que me depare la vida.
Al desarrollar la felicidad como esencia de mi vida, a través del brillante ejemplo que me transmitió Daisaku Ikeda, quién nunca se da por vencido ni sucumbe ante lo negativo, aprendí que un momento determinado puede verse desde infinitas perspectivas. Dentro de todas estas perspectivas está el modo de percibir el sendero dorado dentro de cada momento y la manera de percibir el diamante que existe dentro de cada persona. Esta perspectiva influye en todo, desde cómo debería organizar una música determinada del disco que estoy grabando —cómo improviso— hasta cómo veo a la gente con la que trato en las distintas facetas de mi vida. No importa qué persona tenga delante en un momento dado, tan sólo es una parte de todo un ser humano; cada persona lleva dentro la semilla de la iluminación y, por lo tanto, merece respeto. Aunque sea fácil olvidarlo —especialmente, cuando nos topamos con los denominados individuos difíciles que aparecen en el mundo del espectáculo y en otros círculos— el ejemplo y los consejos constantes de Daisaku Ikeda siguen siendo un modo de medir mi propio comportamiento y ver la mejor parte de los demás conforme me esfuerzo día a día por ser mejor.
Estos veintinueve años practicando el budismo me han dado una base sólida. Si miro hacia atrás, tengo la sensación de estar bien, satisfecho de mi música. Para mí, el placer de tocar va más allá del aplauso, los premios, el entusiasmo de los admiradores. Evidentemente, todo eso es agradable, pero hay algo que llega más adentro. Trabajar con la música es más bien explorar en el propio corazón, tener la seguridad de ser vulnerable y expresar esta vulnerabilidad, lo más humano de uno mismo, y hacerlo con sinceridad. Es ser consciente de tu entorno: tanto de los demás músicos como del auditorio. Es sacar cosas del interior y manifestarlas en el presente —dejando que fluyan desde la parte más elevada de tu vida. Es el proceso de hacerlo todo, no por placer personal, sino con la sincera esperanza de mejorar en algo las vidas de los demás —ayudándoles a sentirse bien consigo mismos, motivándoles para que exploren sus posibilidades y logren sus esperanzas en el presente y sus sueños en el futuro— estimularles para que lleguen a hacer algo grande.
... Es posible que la noción de Budismo te parezca exótica o alejada de tu propia senda espiritual. Si estás bloqueado, es el momento de dejar de tocar las “notas facilonas” de la vida y abrirte para descubrir algo nuevo en la melodía de la vida. ¿Qué puedes perder? Desde luego, no será el “allegro”...
Hasta a quienes la vida parece habernos bendecido, tenemos épocas en que las cosas positivas que nos rodean tampoco nos dan felicidad. ¡Debe haber algo más, algo más profundo!
Pero aún cuando todo aparenta estar bien, a menudo no nos percatamos que estamos teniendo problemas. Cuando pienso en tantos amigos y contemporáneos de mi profesión que han ido y venido, en las leyendas que fenecieron demasiado pronto, cuyas voces musicales se apagaron por perder la batalla contra las drogas o la enfermedad... ¡Es obvia la necesidad de un método para lograr una felicidad perdurable!
La realidad de la vida del jazz no es sencilla (y estoy seguro de que ocurre lo mismo con muchas otras ocupaciones). Hace falta mucha fuerza, física y espiritual, para realizar constantes giras —a veces pasar meses viajando a un país nuevo cada día— seguir exprimiendo la creatividad y mantener relaciones sanas. En medio de la cruda realidad de la vida, tanto a nivel profesional como personal, ha sido el Budismo de Nichiren, una filosofía fácil de entender que afirma la vida, la que me ha apoyado durante unos veintinueve años.
Veamos cómo sucedió.
Yo no nací en el seno de una familia rica, de hecho, éramos bastante pobres. Pero tuve la suerte de tener siempre comida en el plato. Es más, conté con el apoyo de unos padres que me animaron a vivir mis sueños. Y respaldaron esos sueños lo mejor que pudieron. A pesar de que no podían permitirse el enviarme a la escuela superior, se las arreglaron para que fuera.
Además del apoyo de mis padres, mi vida ha estado guiada por varios mentores que he tenido la suerte de ir encontrándome a lo largo del camino hasta hoy. Tres de ellos fueron muy especiales. La primera fue la segunda profesora de piano que tuve, la Sra. Jordan.
Antes de que el jazz formara parte de mi conciencia, era un niño de nueve años con dos años de piano a mis espaldas. Esto era en Chicago, en 1949. Ahora no recuerdo cómo conocí a la Sra. Jordan , pero hasta ahora no he podido olvidar lo que me enseñó. Después de oírme tocar un poco, me dijo que estaba claro que podría leer música. Pero en el primer contacto me preguntó si conocía cosas como el tacto, los matices, el fraseo, e incluso cómo respirar cuando me sentaba ante el teclado, conceptos que eran ajenos a mi experiencia. Cuando contesté que no, me dijo: “Yo te enseñaré”. Y se sentó y tocó una pieza de Chopin tan maravillosa que, a mis nueve años, me quedé boquiabierto.
La Sra. Jordan me enseñó que tocar el piano era mucho más que saberse las notas. Al verla tocar con tanta calidez, dignidad y pasión, automáticamente me di cuenta de que el piano era un instrumento para la expresión personal.
Gracias a su sinceridad y sus continuos esfuerzos por encontrar el modo de explicar a un muchacho lo que, de otro modo, me hubiera resultado incomprensible, la Sra. Jordan encendió mi deseo de aprender. Y, como prueba de sus cualidades pedagógicas, al cabo de tan solo un año y medio, gané un importante premio del concurso de introducción al piano en Chicago y tuve la oportunidad de tocar en un concierto con la orquesta sinfónica de Chicago en el Orchestra Hall.
Estudiando con la Sra. Jordan fue la primera vez que recuerdo haber descubierto una nueva dimensión en algo aparentemente conocido, y ese impacto me ha acompañado siempre. De hecho, creo que eso es lo que hacen los grandes mentores: incitan tu capacidad de ver algo de un modo nuevo, de un modo que resuena dentro de ti de una forma especial. Lo que también conseguí con la Sra. Jordan , aunque en ese momento no me daba cuenta, era el modo en que la sinceridad de una persona podía influir de manera permanente en otra.
Miles Davis era también un mentor del mismo tipo. Era un personaje singular que controlaba tan bien su instrumento y su música, que hacía concienzudamente las cosas tal como sentía que debían ser. Miles tenía la osadía de dar la espalda al público durante sus actuaciones. Pero los de su banda veíamos claramente que lo hacía para dirigirse a nosotros de un modo sutil —con un movimiento de cabeza aquí, un pequeño gesto con su cuerno allá— a la vez que seguía tocando con virtuosismo. Miles seguía adelante y nunca sentía la necesidad de explicarse.
Quienes trabajábamos con y para Miles aprendimos de su genio particular, que iba más allá de su modo de tocar. Pero lo realmente especial era su capacidad para involucramos a todos en el proceso e integrar completamente todos nuestros elementos particulares. Nos dijo que nos pagaba para practicar allí, en el estrado, para de alguna manera crear y contribuir por medio de la música. Y demostraba constantemente, en escena o en el estudio, que era capaz aprovechar todo aquello que creáramos y convertirlo en algo significativo. En repetidas ocasiones, salvó nuestras torpezas con su habilidad, convirtiendo nuestros fallos rotundos en temas musicales que incorporaba constantemente a cualquier cosa que estuviésemos preparando.
Y cuando nos quedábamos bloqueados, se las arreglaba para sacarnos de ahí, del modo peculiar que le caracterizaba. Una vez, cuando me encontré con el equivalente en música del bloqueo literario, Miles se inclinó y me susurró al oído: “Pon un sí en el bajo”. Un poco confuso, intenté trabajar lo que creía que me estaba diciendo, y una vez seguro, empezó a saltar la chispa, que le llevó a él, y luego a mí, al diálogo musical.
En otra ocasión, cuando estaba encasillado, me dijo:
“No toques las notas facilonas”, lo cual me hizo cavilar, pero al final me di cuenta de que me estaba pidiendo que evitase de algún modo lo evidente. Todavía no estoy seguro de si Miles sabía realmente lo que quería decir, pero lo interpreté como que debía quitar las terceras y las séptimas de los acordes que estaba tocando. Por no entrar en demasiados tecnicismos musicales, digamos que esto abrió el sonido, de modo que con quienquiera que estuviera improvisando, ayudaría a explorar mejor las posibilidades de una melodía. Daba igual lo que Miles tuviera en la cabeza, sus consejos funcionaban... y nos cautivó. Para mí, es un ejemplo de la grandeza del liderazgo. En lugar de dictar, me estimulaba para que yo mismo encontrase la solución dentro de mí, apoyándome siempre, con la seguridad total de que podría armonizar con todos nosotros y hacer que juntos creásemos armonía.
Miles nos hacía sentir constantemente que cada uno de nosotros tenía algo único que sólo nosotros podíamos aportar. Lo hacía con pocas palabras; más bien lo hacía con su comportamiento. En aquel entonces no podía darme cuenta del todo, no lo vi hasta que empecé a practicar el Budismo de Nichiren.
Esto me lleva a hablar del tercer mentor que me impactó: Daisaku Ikeda. Como presidente de Soka Gakkai International, ha abierto una gran cantidad de puertas a doce millones de personas de 163 naciones para acceder a los principios establecidos en este libro.
Para mí, Daisaku Ikeda es un hombre que fomenta la expresión creativa del individuo, la armonía y la mezcla de personas del planeta. Está trabajando para lograr la paz, enseñando a todo el mundo cómo tener en su mano la clave de la renovación diaria, la renovación del espíritu, la alegría y la creación de una buena fortuna.
Aplicando las lecciones en sus múltiples escritos y conferencias sobre cómo aprovechar el poder de Nam-myojo-rengue-kyo —el principio místico que impulsa el universo— he ido derruyendo, muralla tras muralla, los obstáculos de mi vida y he visto cumplidos muchos de mis sueños y metas. Tengo la firme convicción de que puedo hacer frente a cualquier cosa que me depare la vida.
Al desarrollar la felicidad como esencia de mi vida, a través del brillante ejemplo que me transmitió Daisaku Ikeda, quién nunca se da por vencido ni sucumbe ante lo negativo, aprendí que un momento determinado puede verse desde infinitas perspectivas. Dentro de todas estas perspectivas está el modo de percibir el sendero dorado dentro de cada momento y la manera de percibir el diamante que existe dentro de cada persona. Esta perspectiva influye en todo, desde cómo debería organizar una música determinada del disco que estoy grabando —cómo improviso— hasta cómo veo a la gente con la que trato en las distintas facetas de mi vida. No importa qué persona tenga delante en un momento dado, tan sólo es una parte de todo un ser humano; cada persona lleva dentro la semilla de la iluminación y, por lo tanto, merece respeto. Aunque sea fácil olvidarlo —especialmente, cuando nos topamos con los denominados individuos difíciles que aparecen en el mundo del espectáculo y en otros círculos— el ejemplo y los consejos constantes de Daisaku Ikeda siguen siendo un modo de medir mi propio comportamiento y ver la mejor parte de los demás conforme me esfuerzo día a día por ser mejor.
Estos veintinueve años practicando el budismo me han dado una base sólida. Si miro hacia atrás, tengo la sensación de estar bien, satisfecho de mi música. Para mí, el placer de tocar va más allá del aplauso, los premios, el entusiasmo de los admiradores. Evidentemente, todo eso es agradable, pero hay algo que llega más adentro. Trabajar con la música es más bien explorar en el propio corazón, tener la seguridad de ser vulnerable y expresar esta vulnerabilidad, lo más humano de uno mismo, y hacerlo con sinceridad. Es ser consciente de tu entorno: tanto de los demás músicos como del auditorio. Es sacar cosas del interior y manifestarlas en el presente —dejando que fluyan desde la parte más elevada de tu vida. Es el proceso de hacerlo todo, no por placer personal, sino con la sincera esperanza de mejorar en algo las vidas de los demás —ayudándoles a sentirse bien consigo mismos, motivándoles para que exploren sus posibilidades y logren sus esperanzas en el presente y sus sueños en el futuro— estimularles para que lleguen a hacer algo grande.
... Es posible que la noción de Budismo te parezca exótica o alejada de tu propia senda espiritual. Si estás bloqueado, es el momento de dejar de tocar las “notas facilonas” de la vida y abrirte para descubrir algo nuevo en la melodía de la vida. ¿Qué puedes perder? Desde luego, no será el “allegro”...