LA CONQUISTA INTERNA DE LAS DIFERENCIAS.
Compendiado de la propuesta de paz presentada por Daisaku Ikeda el 26 de enero del 2000 "La paz por medio del diálogo: Es tiempo de conversar Reflexiones sobre una cultura de paz"
Jamás perdamos de vista la importancia que tiene y seguirá teniendo el ser humano, por mucho que avancen la tecnología y las comunicaciones. El factor decisivo y protagónico en la creación de la cultura es el individuo, la personalidad de cada hombre y mujer.
De varios factores depende que los movimientos populares que hoy están surgiendo triunfen a la hora de crear una cultura de paz. Lo primero es trascender el apego excesivo a las diferencias, conducta que se halla profundamente arraigada en la psicología individual.
También hay que comenzar a dialogar sobre la base de nuestra pertenencia común al género humano. Creo que sólo será posible transformarnos a nosotros mismos y transformar nuestra sociedad cuando confrontemos este complejo e intenso desafío.
Una mirada retrospectiva nos dirá que el siglo XX fue una era signada por la pugna entre sistemas de pensamiento diferentes y entre distintos conceptos sobre la justicia. En especial, fuimos testigos de ideologías trazadas a partir de diferencias y distinciones externas, como las de raza, clase, nacionalidad, costumbres o usos culturales. Dichas ideologías sostenían que esta clase de factores eran los determinantes de la felicidad humana, y que la forma más certera de erradicar los males y resolver las contradicciones sociales era eliminar todo aquello que fuese diferente.
La historia del siglo XX fue escrita con la sangre de las víctimas que cobró esta forma errada e ilusoria de pensar.
En junio de 1945, inmediatamente después de la derrota que las fuerzas aliadas impusieron a la Alemania nazi, Carl G. Jung se dirigió así a “los sectores del pueblo germano que aún conservan la cordura”:
Allí donde el pecado es grande, puede surgir mucho más la virtud. Una experiencia así de profunda produce una transformación interior, y esto es infinitamente más importante que las reformas políticas y sociales, que ningún valor si son instrumentadas por un pueblo que no está en paz consigo mismo. Ésta es una verdad de la que nos estamos olvidando…
En su momento, la observación de Jung produjo escasa repercusión. Pero si la analizamos desde la perspectiva actual, es imposible no sorprendernos ante la profundidad y la precisión histórica con que este hombre sagaz supo disecar la patología de nuestra época.
Alguien dirá que Jung peca de extremista, al sostener que las reformas políticas y sociales no tienen “ningún valor”. Con todo, sólo debemos recordar el sufrimiento atroz que han provocado los poderosos, cada vez que instrumentaron “reformas” sociales y políticas sin advertir la necesidad de su propia transformación interior ni la condición humana de sus víctimas.
Pensemos en Stalin, por ejemplo. En cambio, cuando los líderes son individuos capaces de examinarse estrictamente a sí mismos --como Chou Enlai, en la China , o José Martí, en Cuba--, hasta el horror de la sangre derramada o la violencia de la revolución parecen en cierta forma mitigarse, y el proceso de la revolución social, a largo plazo, consigue despertar la adhesión espontánea de la ciudadanía.
Por citar un ejemplo, casi todos los aspectos positivos de la revolución china pueden relacionarse con la personalidad superlativa de Chou Enlai. Del mismo modo, gracias al diálogo que mantuve con el académico cubano Cintio Vitier, a quien ya mencioné antes, me fue posible revalorizar el papel que desempeñaron Martí y su legado, como fuente e impronta espiritual de la revolución en Cuba.
Al examinar retrospectivamente el siglo XX, es fácil que nuestra mirada repare sólo en los aspectos negativos de la centuria. Pero también hay que reconocer ciertos logros fundamentales, orientados a la resolución de los males sociales. Uno que resalta con brillo genuino, en los Estados Unidos, es el movimiento civil por los derechos humanos, que se tradujo en reformas decisivas, como la Ley de Derechos Civiles de 1964, y en una serie de acciones afirmativas determinada a favorecer a las minorías.
Para que las reformas estructurales y legales sean realmente eficaces, deben verse respaldadas por una revolución paralela en la conciencia; por el desarrollo de un humanismo universal capaz de trascender las diferencias en el fuero íntimo del hombre.
El sueño de la igualdad genuina sólo podrá concretarse cuando en los integrantes de toda la sociedad eche raíz una nueva conciencia, que nos permita reconocer nuestra pertenencia común al género humano.
En otras palabras, debe existir una sinergía creativa entre las reformas internas e individuales --de índole introspectiva y espiritual-- y las reformas externas y sociales --de índole legal e institucional. En mi opinión, ésta es una de las lecciones más importantes que nos ha dado esta época de cambios drásticos y de posteriores frustraciones ante la falta de avances visibles.
Tal vez el mejor ejemplo de “humanismo universal” que podamos citar esté en las palabras pronunciadas por Martin Luther King (h), un año antes de que se promulgara la legislación sobre derechos civiles: “Tengo un sueño, y es que, algún día, mis cuatro hijos puedan vivir en una nación donde no se los juzgue por el color de su piel sino por el calibre de su personalidad”.
Estas palabras conmovedoras expresan una profunda fe en la fuerza de la personalidad. En tal sentido, resuenan con las enseñanzas del buda Shakyamuni, quien afirmó que uno no es noble por su estirpe o linaje, sino por sus actos y comportamiento.
José Martí, durante las luchas por la emancipación de su Cuba natal, declaró: “Patria es humanidad”. También afirmó que el odio entre razas no tiene razón de ser, ya que las razas no existen, es decir, son un concepto artificialmente creado.
En última instancia, las leyes e instituciones son creadas por el hombre; son los seres humanos quienes las ponen en vigencia y ejecutan. Ni siquiera el sistema mejor concebido podrá funcionar correctamente, si se desdeña el esfuerzo por profundizar y desarrollar la personalidad individual de cada ser humano.
Creo firmemente que la clave para resolver todas las confrontaciones entre grupos étnicos yace en descubrir y revelar esta clase de humanismo universal que tan bien corporificaron Martin L. King (h), símbolo de la conciencia estadounidense, y José Martí, emblema de la conciencia cubana.
Todo lo que se pretenda hacer para resolver los problemas descritos, sin transitar por este camino, sólo conseguirá perpetuar los conflictos en el tiempo.
En 1993, cuando tuve oportunidad de disertar en la Universidad de Harvard, mencioné una historia referida al buda Shakyamuni, en la cual éste dice percibir una flecha invisible incrustada en el corazón del ser humano. En mi conferencia, proponía que esa saeta era el apego excesivo a las diferencias, y que trascender dicha clase de apegos sería una tarea indispensable para la creación de la paz. Mientras exponía estas reflexiones, pensaba en las especiales dificultades que complican la resolución de los conflictos étnicos y comunales.
Al término de la conferencia, me sorprendí gratamente al ver la sincera adhesión que habían generado estas observaciones.
Pero volvamos a Jung. Como escribió en El yo sin revelar: “Si en todas partes del mundo surgiera la conciencia de que todas las divisiones y antagonismos se deben a la escisión psíquica de los opuestos, uno realmente sabría por dónde atacar”.
Lo que Jung recalca es la importancia de no centrarnos sólo en lo externo a nuestra vida. Debemos evitar la tentación de poner el bien exclusivamente en un lado, y el mal en el otro.
A decir verdad, lo que hace falta es redefinir el significado del bien y del mal. Las manifestaciones externas del bien y el mal son relativas y transmutables.
Sólo parecen absolutas e inmutables cuando el corazón humano se vuelve esclavo de las palabras y de los conceptos abstractos.
En la medida en que uno se libera de este influjo, comienza a darse cuenta de que el bien contiene al mal dentro de sí, y de que éste contiene al bien en forma implícita.
Por dicha razón, aun aquello que percibimos como mal puede ser convertido en bien a través de nuestra propia reacción y respuesta.
Incluso es posible comprender la oposición entre el bien y el mal como parte de la red semántica del corazón humano, que, mediada por el lenguaje y lo simbólico, abarca el cosmos entero. Desde esta perspectiva, hasta la división y la confrontación se pueden valorar, en la medida en que ponen de manifiesto nuestros vínculos recíprocos con los demás individuos y nuestros lazos con el universo. Pero no hay que dejarse capturar por l
as diferencias visibles. Debemos adquirir el dominio del lenguaje y asegurarnos de que éste siempre esté al servicio de la humanidad. Si nos obligamos a repasar las pesadillas de este siglo --las purgas raciales, el Holocausto, la depuración étnica-- veremos que todas ellas han proliferado en un ambiente de manipulación lingüística, tendiente a lograr que el pueblo se fijara sólo en las diferencias. Cuando se llega a convencer a la ciudadanía de que esas diferencias son absolutas e inmutables, se arroja un cono de sombras sobre la humanidad de los otros y se legitima el empleo de violencia en contra de lo diferente.
En tal sentido, quisiera citar palabras de Chingiz Aitmátov, el talentoso escritor de Kirguizistán. En el prefacio del diálogo que publicamos juntos, manifestó una comprensión notablemente profunda sobre la naturaleza del lenguaje, y sobre la relación entre los seres humanos y las palabras:
No hay palabras sin hogar o sin dueños. Los seres humanos somos los dueños de las palabras, sus amos soberanos. Aun cuando los hombres nos dirijamos a Dios con el secreto deseo de escuchar la voz divina, es a nosotros a quien escuchamos en nuestras propias palabras. Las palabras viven en nosotros. Se alejan y regresan. Nos sirven con devoción, desde el momento en que nacemos hasta que nos llega la muerte. Las palabras cargan consigo el mundo anímico y la vastedad del cosmos.
Comprendo bien los motivos que llevaron a Aitmátov a examinar con tanta profundidad y precisión la función del lenguaje. Vivió la mayor parte de su vida bajo el régimen soviético, en una época en que los seres humanos no podían ser amos soberanos de la palabra.
Para los de su generación, los amos soberanos eran los conceptos incorpóreos y las palabras. Y los seres humanos, desde la cuna a la sepultura, eran quienes debían servirles con devoción.
El desafío de examinar esta subversión no fue terreno exclusivo de los literatos; constituyó una preocupación constante para cada hombre de conciencia que haya vivido durante ese período. Evidentemente, el comunismo fue un sistema obsesionado y fascinado con el concepto de la “sociedad sin clases”, que buscó superar las diferencias y distinciones a través de medios puramente externos y “objetivos”. El influjo destructivo del lenguaje --su dominio sobre las realidades humanas-- distorsiona los procesos de la vida subjetiva y hace que los seres humanos releguen a un lugar secundario las transformaciones surgidas de la motivación interna.
Las personas, de esta forma, se van tornando vulnerables a la atracción que ejerce el uso de la fuerza externa y la violencia.
Aitmátov sobrevivió a una experiencia profunda y amarga como lo fue integrar una cultura lingüística dominada por la ideología, que aceptó e incluso fomentó la violencia. Por esta razón, creo yo, se ha sentido interesado en la perspectiva del Budismo, que rechaza la violencia en todas sus formas y mantiene un compromiso inclaudicable con el diálogo y con la precedencia de las realidades humanas.
Desde el punto de vista del Budismo, el verdadero aspecto de la vida se encuentra en su fluir incesante, en la forma en que las tendencias internas y las circunstancias externas, en su interacción, dan lugar a las experiencias vitales. En otras palabras, lo que experimentamos como bien o mal no es algo fijo, sino sujeto a nuestras actitudes y respuestas.
El bien y el mal no son entidades inmutables. Para dar un solo ejemplo, la ira puede ser una función del bien, cuando se la dirige contra aquello que lesiona la dignidad humana; en cambio, bajo el influjo del egoísmo codicioso, resulta una función del mal. Así pues, la ira, que suele ser vista como algo típicamente malo, esencialmente es de naturaleza neutral.
El pensador budista Nichiren, que vivió en el Japón del siglo XIII y cuyas enseñanzas inspiran las actividades de la SGI , describió así este aspecto: “Apartarse del mal es el bien; apartarse del bien es el mal. El bien y el mal no se encuentran fuera de nuestra mente y de nuestro corazón. La neutralidad intrínseca de la vida se halla en su desapego del bien y del mal.
Nuestra vida sólo existe en estas tres propiedades: el bien (zen), el mal (aku) y la neutralidad subyacente con respecto al bien y al mal (muki). Fuera de nuestro corazón, no existe realidad alguna”.
Este enfoque, que expone la relatividad del bien y del mal, puede ayudarnos a despertar de la ilusión de que el bien y el mal son entidades fijas y externas, con la consabida tendencia a endilgar el mal a los demás.
Sin embargo, neutral no significa vacío ni hueco. Lejos de ser hueca o vacía, nuestra vida individual es manifestación de la vida cósmica, eterna y colmada con la vibrante energía de la creación.
Nichiren dice que el verdadero aspecto de la vida “no puede ser consumido por los incendios que se producen al término de cada kalpa ni arrastrado por las aguas, ni cercenado por las espadas o perforado por las flechas. Cabe en una semilla de mostaza, y aun cuando ésta no puede expandirse, la vida no tiene necesidad de encogerse. Puede colmar el universo entero. El cosmos no es demasiado vasto, ni la vida es demasiado pequeña para colmarlo”.
Lo que describen estas palabras es un estado de vida indestructible como el diamante, perfectamente diáfano y cristalino.
La comprensión budista de la vida puede ayudarnos a aplicar esta trascendencia ideal de las diferencias, en la realidad de la vida cotidiana. En otras palabras, cada persona puede adquirir un estado de vida que le permita eludir las trampas de la conciencia discriminatoria.
En tal sentido, me siento impulsado a recordar los conceptos que vertió mi mentor Josei Toda, segundo presidente de la Soka Gakkai , en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, para describir el proceso mediante el cual un individuo puede transformar hasta el karma o las tendencias más profundamente arraigadas. De acuerdo con el Budismo, cada aspecto de lo que somos --nuestra nacionalidad, color de piel, familia de origen, personalidad o género-- es el resultado actual de causas que hemos hecho en el pasado. La ley de causa y efecto que gobierna la generación de tales distinciones y diferencias opera sistemáticamente a través del pasado, presente y futuro.
Josei Toda decía que la práctica del Budismo era “el medio por el cual podemos transformar nuestro karma. Cuando lo hacemos, todas las causas y efectos intermediarios desaparecen, y podemos revelar nuestra identidad profunda como seres humanos iluminados desde el tiempo sin comienzo”.
Toda emplea el término “intermediarias” para referirse a las causas creadas por nosotros que generan aspectos de diversidad en el nivel fenoménico: diferencias en la capacidad, diferencias físicas, mentales o espirituales, o diferencias en las circunstancias, como la ocupación o el nivel educativo. Estas, juntas, son las distinciones que hacen de nosotros seres singulares e irrepetibles.
Cuando Toda dice que dichas causas “desaparecen”, no quiere decir que las diferencias entre los seres humanos se anulan o que todos caemos en una suerte de uniformidad general. Desde luego, esto sería imposible. Así como dos personas nunca pueden tener exactamente el mismo rostro, las diferencias son parte integral, natural y necesaria de la sociedad humana.
Para Toda, lo que “desaparece” es nuestro apego a las diferencias, nuestras reacciones limitantes y negativas frente a lo diverso. Esto ejemplifica la manera en que una práctica de fe puede permitir al ser humano trascender profundamente las diferencias.
El objetivo de adoptar la práctica budista es experimentar dentro de nuestra vida el estado que Toda llamó “nuestra identidad profunda como seres humanos, iluminados desde el tiempo sin comienzo” (kuon no bompu). En sus propios escritos, Nichiren esclareció el concepto de kuon (“tiempo sin comienzo”), como sinónimo de nuestro estado primigenio, original, libre de artificios o de adornos. Así pues, cuando renunciamos a todo lo accesorio y dejamos aflorar nuestro esplendor natural, inherente a nuestro propio ser, podemos elevarnos por sobre nuestras diferencias y verlas desde otra dimensión, superando el apego excesivo a lo que nos diferencia.
Metafóricamente hablando, puede pensarse que las causas y los efectos intermediarios son como las estrellas y la Luna que brillan en el cielo nocturno, y que el ser humano iluminado desde el tiempo sin comienzo es como el Sol. Cuando el Astro Rey asoma sobre el horizonte, a la hora del amanecer, los cuerpos celestes que hasta ese momento habían sido presencias luminosas en el firmamento se desvanecen como si se hubieran vuelto invisibles o como si dejaran de existir.
Desde luego, siguen existiendo, sólo que los eclipsa la potente luz del Sol, símbolo de nuestra vitalidad y de nuestra sabiduría innatas. Esta, creo yo, es la función de la fe y de la práctica religiosa. Cuando antes me referí a un “estado de vida indestructible como el diamante, claro y cristalino” y hablé de nuestra vida como una “manifestación de la vida cósmica, eterna y colmada con la vibrante energía de la creación”, tenía en mente estos conceptos de mi maestro Toda.
La Ley budista de causalidad --según la cual cada aspecto de nosotros es el resultado de causas hechas por nosotros mismos-- y el énfasis en la trascendencia interior de las diferencias no significan, de ningún modo, que debamos aceptar pasivamente las conductas discriminatorias.
Sería lamentable que ideas budistas como la causalidad interior o la responsabilidad del sujeto quedaran reducidas a un errado fatalismo, en virtud del cual las personas negaran los males sociales de la realidad. Nuestro desafío natural es cuestionar dichas prácticas y prejuicios, como así también las estructuras sociales que les dan origen.
Cualquier religión es un “opio” o al menos se hace acreedora a este deshonroso calificativo, cuando fomenta la pasividad y la impotencia del ser humano.
En el nivel humano más fundamental, aun cuando se lograse el ideal de una sociedad completamente libre de discriminación, las diferencias humanas persistirían igual.
Todos los términos budistas que describen el mundo en que vivimos son palabras referidas a la diversidad, la distinción y la distancia, en la medida en que, para el Budismo, dichos elementos componen la realidad experimental del ser humano.
Jamás perdamos de vista la importancia que tiene y seguirá teniendo el ser humano, por mucho que avancen la tecnología y las comunicaciones. El factor decisivo y protagónico en la creación de la cultura es el individuo, la personalidad de cada hombre y mujer.
De varios factores depende que los movimientos populares que hoy están surgiendo triunfen a la hora de crear una cultura de paz. Lo primero es trascender el apego excesivo a las diferencias, conducta que se halla profundamente arraigada en la psicología individual.
También hay que comenzar a dialogar sobre la base de nuestra pertenencia común al género humano. Creo que sólo será posible transformarnos a nosotros mismos y transformar nuestra sociedad cuando confrontemos este complejo e intenso desafío.
Una mirada retrospectiva nos dirá que el siglo XX fue una era signada por la pugna entre sistemas de pensamiento diferentes y entre distintos conceptos sobre la justicia. En especial, fuimos testigos de ideologías trazadas a partir de diferencias y distinciones externas, como las de raza, clase, nacionalidad, costumbres o usos culturales. Dichas ideologías sostenían que esta clase de factores eran los determinantes de la felicidad humana, y que la forma más certera de erradicar los males y resolver las contradicciones sociales era eliminar todo aquello que fuese diferente.
La historia del siglo XX fue escrita con la sangre de las víctimas que cobró esta forma errada e ilusoria de pensar.
En junio de 1945, inmediatamente después de la derrota que las fuerzas aliadas impusieron a la Alemania nazi, Carl G. Jung se dirigió así a “los sectores del pueblo germano que aún conservan la cordura”:
Allí donde el pecado es grande, puede surgir mucho más la virtud. Una experiencia así de profunda produce una transformación interior, y esto es infinitamente más importante que las reformas políticas y sociales, que ningún valor si son instrumentadas por un pueblo que no está en paz consigo mismo. Ésta es una verdad de la que nos estamos olvidando…
En su momento, la observación de Jung produjo escasa repercusión. Pero si la analizamos desde la perspectiva actual, es imposible no sorprendernos ante la profundidad y la precisión histórica con que este hombre sagaz supo disecar la patología de nuestra época.
Alguien dirá que Jung peca de extremista, al sostener que las reformas políticas y sociales no tienen “ningún valor”. Con todo, sólo debemos recordar el sufrimiento atroz que han provocado los poderosos, cada vez que instrumentaron “reformas” sociales y políticas sin advertir la necesidad de su propia transformación interior ni la condición humana de sus víctimas.
Pensemos en Stalin, por ejemplo. En cambio, cuando los líderes son individuos capaces de examinarse estrictamente a sí mismos --como Chou Enlai, en la China , o José Martí, en Cuba--, hasta el horror de la sangre derramada o la violencia de la revolución parecen en cierta forma mitigarse, y el proceso de la revolución social, a largo plazo, consigue despertar la adhesión espontánea de la ciudadanía.
Por citar un ejemplo, casi todos los aspectos positivos de la revolución china pueden relacionarse con la personalidad superlativa de Chou Enlai. Del mismo modo, gracias al diálogo que mantuve con el académico cubano Cintio Vitier, a quien ya mencioné antes, me fue posible revalorizar el papel que desempeñaron Martí y su legado, como fuente e impronta espiritual de la revolución en Cuba.
Al examinar retrospectivamente el siglo XX, es fácil que nuestra mirada repare sólo en los aspectos negativos de la centuria. Pero también hay que reconocer ciertos logros fundamentales, orientados a la resolución de los males sociales. Uno que resalta con brillo genuino, en los Estados Unidos, es el movimiento civil por los derechos humanos, que se tradujo en reformas decisivas, como la Ley de Derechos Civiles de 1964, y en una serie de acciones afirmativas determinada a favorecer a las minorías.
Para que las reformas estructurales y legales sean realmente eficaces, deben verse respaldadas por una revolución paralela en la conciencia; por el desarrollo de un humanismo universal capaz de trascender las diferencias en el fuero íntimo del hombre.
El sueño de la igualdad genuina sólo podrá concretarse cuando en los integrantes de toda la sociedad eche raíz una nueva conciencia, que nos permita reconocer nuestra pertenencia común al género humano.
En otras palabras, debe existir una sinergía creativa entre las reformas internas e individuales --de índole introspectiva y espiritual-- y las reformas externas y sociales --de índole legal e institucional. En mi opinión, ésta es una de las lecciones más importantes que nos ha dado esta época de cambios drásticos y de posteriores frustraciones ante la falta de avances visibles.
Tal vez el mejor ejemplo de “humanismo universal” que podamos citar esté en las palabras pronunciadas por Martin Luther King (h), un año antes de que se promulgara la legislación sobre derechos civiles: “Tengo un sueño, y es que, algún día, mis cuatro hijos puedan vivir en una nación donde no se los juzgue por el color de su piel sino por el calibre de su personalidad”.
Estas palabras conmovedoras expresan una profunda fe en la fuerza de la personalidad. En tal sentido, resuenan con las enseñanzas del buda Shakyamuni, quien afirmó que uno no es noble por su estirpe o linaje, sino por sus actos y comportamiento.
José Martí, durante las luchas por la emancipación de su Cuba natal, declaró: “Patria es humanidad”. También afirmó que el odio entre razas no tiene razón de ser, ya que las razas no existen, es decir, son un concepto artificialmente creado.
En última instancia, las leyes e instituciones son creadas por el hombre; son los seres humanos quienes las ponen en vigencia y ejecutan. Ni siquiera el sistema mejor concebido podrá funcionar correctamente, si se desdeña el esfuerzo por profundizar y desarrollar la personalidad individual de cada ser humano.
Creo firmemente que la clave para resolver todas las confrontaciones entre grupos étnicos yace en descubrir y revelar esta clase de humanismo universal que tan bien corporificaron Martin L. King (h), símbolo de la conciencia estadounidense, y José Martí, emblema de la conciencia cubana.
Todo lo que se pretenda hacer para resolver los problemas descritos, sin transitar por este camino, sólo conseguirá perpetuar los conflictos en el tiempo.
En 1993, cuando tuve oportunidad de disertar en la Universidad de Harvard, mencioné una historia referida al buda Shakyamuni, en la cual éste dice percibir una flecha invisible incrustada en el corazón del ser humano. En mi conferencia, proponía que esa saeta era el apego excesivo a las diferencias, y que trascender dicha clase de apegos sería una tarea indispensable para la creación de la paz. Mientras exponía estas reflexiones, pensaba en las especiales dificultades que complican la resolución de los conflictos étnicos y comunales.
Al término de la conferencia, me sorprendí gratamente al ver la sincera adhesión que habían generado estas observaciones.
Pero volvamos a Jung. Como escribió en El yo sin revelar: “Si en todas partes del mundo surgiera la conciencia de que todas las divisiones y antagonismos se deben a la escisión psíquica de los opuestos, uno realmente sabría por dónde atacar”.
Lo que Jung recalca es la importancia de no centrarnos sólo en lo externo a nuestra vida. Debemos evitar la tentación de poner el bien exclusivamente en un lado, y el mal en el otro.
A decir verdad, lo que hace falta es redefinir el significado del bien y del mal. Las manifestaciones externas del bien y el mal son relativas y transmutables.
Sólo parecen absolutas e inmutables cuando el corazón humano se vuelve esclavo de las palabras y de los conceptos abstractos.
En la medida en que uno se libera de este influjo, comienza a darse cuenta de que el bien contiene al mal dentro de sí, y de que éste contiene al bien en forma implícita.
Por dicha razón, aun aquello que percibimos como mal puede ser convertido en bien a través de nuestra propia reacción y respuesta.
Incluso es posible comprender la oposición entre el bien y el mal como parte de la red semántica del corazón humano, que, mediada por el lenguaje y lo simbólico, abarca el cosmos entero. Desde esta perspectiva, hasta la división y la confrontación se pueden valorar, en la medida en que ponen de manifiesto nuestros vínculos recíprocos con los demás individuos y nuestros lazos con el universo. Pero no hay que dejarse capturar por l
as diferencias visibles. Debemos adquirir el dominio del lenguaje y asegurarnos de que éste siempre esté al servicio de la humanidad. Si nos obligamos a repasar las pesadillas de este siglo --las purgas raciales, el Holocausto, la depuración étnica-- veremos que todas ellas han proliferado en un ambiente de manipulación lingüística, tendiente a lograr que el pueblo se fijara sólo en las diferencias. Cuando se llega a convencer a la ciudadanía de que esas diferencias son absolutas e inmutables, se arroja un cono de sombras sobre la humanidad de los otros y se legitima el empleo de violencia en contra de lo diferente.
En tal sentido, quisiera citar palabras de Chingiz Aitmátov, el talentoso escritor de Kirguizistán. En el prefacio del diálogo que publicamos juntos, manifestó una comprensión notablemente profunda sobre la naturaleza del lenguaje, y sobre la relación entre los seres humanos y las palabras:
No hay palabras sin hogar o sin dueños. Los seres humanos somos los dueños de las palabras, sus amos soberanos. Aun cuando los hombres nos dirijamos a Dios con el secreto deseo de escuchar la voz divina, es a nosotros a quien escuchamos en nuestras propias palabras. Las palabras viven en nosotros. Se alejan y regresan. Nos sirven con devoción, desde el momento en que nacemos hasta que nos llega la muerte. Las palabras cargan consigo el mundo anímico y la vastedad del cosmos.
Comprendo bien los motivos que llevaron a Aitmátov a examinar con tanta profundidad y precisión la función del lenguaje. Vivió la mayor parte de su vida bajo el régimen soviético, en una época en que los seres humanos no podían ser amos soberanos de la palabra.
Para los de su generación, los amos soberanos eran los conceptos incorpóreos y las palabras. Y los seres humanos, desde la cuna a la sepultura, eran quienes debían servirles con devoción.
El desafío de examinar esta subversión no fue terreno exclusivo de los literatos; constituyó una preocupación constante para cada hombre de conciencia que haya vivido durante ese período. Evidentemente, el comunismo fue un sistema obsesionado y fascinado con el concepto de la “sociedad sin clases”, que buscó superar las diferencias y distinciones a través de medios puramente externos y “objetivos”. El influjo destructivo del lenguaje --su dominio sobre las realidades humanas-- distorsiona los procesos de la vida subjetiva y hace que los seres humanos releguen a un lugar secundario las transformaciones surgidas de la motivación interna.
Las personas, de esta forma, se van tornando vulnerables a la atracción que ejerce el uso de la fuerza externa y la violencia.
Aitmátov sobrevivió a una experiencia profunda y amarga como lo fue integrar una cultura lingüística dominada por la ideología, que aceptó e incluso fomentó la violencia. Por esta razón, creo yo, se ha sentido interesado en la perspectiva del Budismo, que rechaza la violencia en todas sus formas y mantiene un compromiso inclaudicable con el diálogo y con la precedencia de las realidades humanas.
Desde el punto de vista del Budismo, el verdadero aspecto de la vida se encuentra en su fluir incesante, en la forma en que las tendencias internas y las circunstancias externas, en su interacción, dan lugar a las experiencias vitales. En otras palabras, lo que experimentamos como bien o mal no es algo fijo, sino sujeto a nuestras actitudes y respuestas.
El bien y el mal no son entidades inmutables. Para dar un solo ejemplo, la ira puede ser una función del bien, cuando se la dirige contra aquello que lesiona la dignidad humana; en cambio, bajo el influjo del egoísmo codicioso, resulta una función del mal. Así pues, la ira, que suele ser vista como algo típicamente malo, esencialmente es de naturaleza neutral.
El pensador budista Nichiren, que vivió en el Japón del siglo XIII y cuyas enseñanzas inspiran las actividades de la SGI , describió así este aspecto: “Apartarse del mal es el bien; apartarse del bien es el mal. El bien y el mal no se encuentran fuera de nuestra mente y de nuestro corazón. La neutralidad intrínseca de la vida se halla en su desapego del bien y del mal.
Nuestra vida sólo existe en estas tres propiedades: el bien (zen), el mal (aku) y la neutralidad subyacente con respecto al bien y al mal (muki). Fuera de nuestro corazón, no existe realidad alguna”.
Este enfoque, que expone la relatividad del bien y del mal, puede ayudarnos a despertar de la ilusión de que el bien y el mal son entidades fijas y externas, con la consabida tendencia a endilgar el mal a los demás.
Sin embargo, neutral no significa vacío ni hueco. Lejos de ser hueca o vacía, nuestra vida individual es manifestación de la vida cósmica, eterna y colmada con la vibrante energía de la creación.
Nichiren dice que el verdadero aspecto de la vida “no puede ser consumido por los incendios que se producen al término de cada kalpa ni arrastrado por las aguas, ni cercenado por las espadas o perforado por las flechas. Cabe en una semilla de mostaza, y aun cuando ésta no puede expandirse, la vida no tiene necesidad de encogerse. Puede colmar el universo entero. El cosmos no es demasiado vasto, ni la vida es demasiado pequeña para colmarlo”.
Lo que describen estas palabras es un estado de vida indestructible como el diamante, perfectamente diáfano y cristalino.
La comprensión budista de la vida puede ayudarnos a aplicar esta trascendencia ideal de las diferencias, en la realidad de la vida cotidiana. En otras palabras, cada persona puede adquirir un estado de vida que le permita eludir las trampas de la conciencia discriminatoria.
En tal sentido, me siento impulsado a recordar los conceptos que vertió mi mentor Josei Toda, segundo presidente de la Soka Gakkai , en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, para describir el proceso mediante el cual un individuo puede transformar hasta el karma o las tendencias más profundamente arraigadas. De acuerdo con el Budismo, cada aspecto de lo que somos --nuestra nacionalidad, color de piel, familia de origen, personalidad o género-- es el resultado actual de causas que hemos hecho en el pasado. La ley de causa y efecto que gobierna la generación de tales distinciones y diferencias opera sistemáticamente a través del pasado, presente y futuro.
Josei Toda decía que la práctica del Budismo era “el medio por el cual podemos transformar nuestro karma. Cuando lo hacemos, todas las causas y efectos intermediarios desaparecen, y podemos revelar nuestra identidad profunda como seres humanos iluminados desde el tiempo sin comienzo”.
Toda emplea el término “intermediarias” para referirse a las causas creadas por nosotros que generan aspectos de diversidad en el nivel fenoménico: diferencias en la capacidad, diferencias físicas, mentales o espirituales, o diferencias en las circunstancias, como la ocupación o el nivel educativo. Estas, juntas, son las distinciones que hacen de nosotros seres singulares e irrepetibles.
Cuando Toda dice que dichas causas “desaparecen”, no quiere decir que las diferencias entre los seres humanos se anulan o que todos caemos en una suerte de uniformidad general. Desde luego, esto sería imposible. Así como dos personas nunca pueden tener exactamente el mismo rostro, las diferencias son parte integral, natural y necesaria de la sociedad humana.
Para Toda, lo que “desaparece” es nuestro apego a las diferencias, nuestras reacciones limitantes y negativas frente a lo diverso. Esto ejemplifica la manera en que una práctica de fe puede permitir al ser humano trascender profundamente las diferencias.
El objetivo de adoptar la práctica budista es experimentar dentro de nuestra vida el estado que Toda llamó “nuestra identidad profunda como seres humanos, iluminados desde el tiempo sin comienzo” (kuon no bompu). En sus propios escritos, Nichiren esclareció el concepto de kuon (“tiempo sin comienzo”), como sinónimo de nuestro estado primigenio, original, libre de artificios o de adornos. Así pues, cuando renunciamos a todo lo accesorio y dejamos aflorar nuestro esplendor natural, inherente a nuestro propio ser, podemos elevarnos por sobre nuestras diferencias y verlas desde otra dimensión, superando el apego excesivo a lo que nos diferencia.
Metafóricamente hablando, puede pensarse que las causas y los efectos intermediarios son como las estrellas y la Luna que brillan en el cielo nocturno, y que el ser humano iluminado desde el tiempo sin comienzo es como el Sol. Cuando el Astro Rey asoma sobre el horizonte, a la hora del amanecer, los cuerpos celestes que hasta ese momento habían sido presencias luminosas en el firmamento se desvanecen como si se hubieran vuelto invisibles o como si dejaran de existir.
Desde luego, siguen existiendo, sólo que los eclipsa la potente luz del Sol, símbolo de nuestra vitalidad y de nuestra sabiduría innatas. Esta, creo yo, es la función de la fe y de la práctica religiosa. Cuando antes me referí a un “estado de vida indestructible como el diamante, claro y cristalino” y hablé de nuestra vida como una “manifestación de la vida cósmica, eterna y colmada con la vibrante energía de la creación”, tenía en mente estos conceptos de mi maestro Toda.
La Ley budista de causalidad --según la cual cada aspecto de nosotros es el resultado de causas hechas por nosotros mismos-- y el énfasis en la trascendencia interior de las diferencias no significan, de ningún modo, que debamos aceptar pasivamente las conductas discriminatorias.
Sería lamentable que ideas budistas como la causalidad interior o la responsabilidad del sujeto quedaran reducidas a un errado fatalismo, en virtud del cual las personas negaran los males sociales de la realidad. Nuestro desafío natural es cuestionar dichas prácticas y prejuicios, como así también las estructuras sociales que les dan origen.
Cualquier religión es un “opio” o al menos se hace acreedora a este deshonroso calificativo, cuando fomenta la pasividad y la impotencia del ser humano.
En el nivel humano más fundamental, aun cuando se lograse el ideal de una sociedad completamente libre de discriminación, las diferencias humanas persistirían igual.
Todos los términos budistas que describen el mundo en que vivimos son palabras referidas a la diversidad, la distinción y la distancia, en la medida en que, para el Budismo, dichos elementos componen la realidad experimental del ser humano.