En enero de este año, los alumnos de la Universidad Estatal de Moscú manifestaron su voz en una reunión informal entre el presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, y los ciudadanos moscovitas. Su activa participación fue televisada aun en el Japón. Una alumna de esta institución dijo al presidente Clinton, en un inglés perfectamente fluido, que Rusia tenía grandes reservas de energía espiritual y que, según su convicción, el país se convertiría en un centro cultural de importancia internacional en el futuro cercano.
Fue un impactante voto de confianza en la grandeza perdurable de su país.
El credo de Mijaíl Lomonosov.
El dignísimo fundador de esta universidad, Mijaíl Lomonosov (1711-1765), compuso estos nobles versos segundos antes de morir:
Cuando nuestra vasta y hermosa tierra
sea asolada por la desventura,
ésa será la hora de que Rusia
dé a luz jóvenes bravíos y brillantes,
dé a luz la progenie que ira
tras los pasos de la senda que yo abrí.
Ya transcurrieron doscientos cuarenta años desde la fundación de esta casa de estudios superiores; ustedes respondieron con holgura a la noble exhortación de quien la fundó. Pueden estar orgullosos de que su alma máter haya escrito una historia educativa tan gloriosa y sublime. Estoy absolutamente convencido de que los jóvenes del mundo entero, al igual que los estudiantes de esta eminente institución, son la esperanza ilimitada del futuro, tanto en su propia tierra como en el resto del globo. Un fragmento de las escrituras budistas nos dice: "Si queréis conocer los resultados que se manifestarán en el futuro, mirad las causas que existen en el presente".
Muchos japoneses criticaron mi decisión de venir a este país, cuando inicié los preparativos de mi primera visita, en 1974. "¿Por qué razón debe un educador budista viajar a un Estado cuya ideología precisamente rechaza la religión?", reclamaban. Mi respuesta fue que iría "porque allí hay seres humanos". Dos décadas después, en una época que muchos llaman el "ocaso de las ideologías", es más importante que nunca que nuestra mirada se centre en el ser humano y en la forma correcta de vivir. El gran escritor ruso contemporáneo Aleksandr Solzhenitsyn da elocuente testimonio de esta verdad:
La estructura del Estado es secundaria, si se la compara con el espíritu de las relaciones humanas. Si existe integridad en los hombres, cualquier sistema honesto es aceptable; pero si existen rencores y egoísmos, hasta la democracia más avasalladora sería intolerable. Cuando el pueblo carece de justicia y de honestidad, esta falta se pone de manifiesto y aflora en cualquier sistema.
Todo comienza y termina en el ser humano. Y sin embargo, como reconoció Tolstoi, el hombre sigue siendo el mayor de todos los misterios. Desde los tiempos más remotos, se ha otorgado una enorme trascendencia a la pregunta por la esencia del hombre. Con todo, al cabo de milenios de indagación, no podemos decir que el misterio se haya resuelto. Sabemos que los postulados científicos o económicos no bastan, por sí solos, para definir la felicidad humana. Y aunque el género humano ha heredado un grandioso legado espiritual de su pasado, como muchos de nosotros coincidimos en notar, cabe preguntarnos si lo estará aplicando realmente en la sociedad contemporánea. Los años finales del siglo XX nos encuentran envueltos en una niebla tan densa y oscura, que hará falta una fuente de luz muy potente y brillante para iluminar la condición humana.
Ser maestro de uno mismo.
"¡Vivan fieles a ustedes mismos!", solía proclamar a viva voz mi maestro Josei Toda, segundo presidente de la Soka Gakkai. Sobrevivió a dos duros años de cárcel durante la Segunda Guerra Mundial, y salió de ese espanto más decidido que nunca a trabajar por la paz. En la anomia que se cernía sobre el Japón luego de la derrota bélica, mientras el pueblo se debatía entre la desolación espiritual y la subversión de todos los valores establecidos, Toda regresó al mismísimo punto inicial, a la condición humana, y nos exhortó a que recreáramos nuestra propia revolución humana interior. Su enseñanza revitalizó la enseñanza del buda Shakyamuni: cada uno es su propio maestro, y uno tan bueno, como ningún otro podría serlo; si nos disciplinamos bien, lo que obtendremos será un maestro sin parangón. A este mismo proceso, en términos modernos, lo llamamos "revolución humana".
El talentoso escritor ruso Dimitri Merejkowski (1865-1941), aludió a una verdad parecida cuando expresó: "Dios ha ordenado al hombre que fuese amo de sí mismo". Son palabras que repite en tres ocasiones, al comienzo de su Pedro y Alexis: La saga de Pedro el Grande. A través de la historia espiritual rusa, fluye, como una corriente subterránea, firme y majestuosa, la eterna pregunta: "¿Cómo ser maestros de nuestra propia vida?". He aquí el dilema que, creo, ha tenido en vilo al pueblo ruso en los tiempos premodernos, quizá con mayor pasión que en ninguna otra época de la historia mundial.
Esta preocupación se refleja claramente en la vida de Pedro el Grande (1672-1725). A los historiadores les ha sido imposible establecer un juicio de consenso sobre este individuo formidable. Por un lado, la introducción de ideas y tecnologías occidentales modernizó y desarrolló a Rusia. Por otro lado, sus reformas causaron muchos problemas al pueblo ruso de aquella época, particularmente porque el régimen autoritario de Pedro las impuso en forma brutal. Así pues, algunos historiadores ven a este zar como un diablo, mientras que otros lo respetan como a un santo. Así y todo, hay algo en lo que todos coinciden: Pedro el Grande fue un hombre colosal, que dedicó la vida a responder la inagotable pregunta sobre el dominio de la propia vida.
Aleksandr Pushkin ensalzó a Pedro el Grande como un soberano del destino; el historiador decimonónico
Aleksandr Herzen lo describió como el primer individuo liberado que existió en la historia rusa. Cual Atlas, el héroe mitológico que sostenía con su fuerza los pilares del cielo, Pedro el Grande llevaba sobre un hombro su destino personal; sobre el otro, el destino de toda Rusia. No obstante, aun desde los tiempos de Pedro el Grande, Rusia ha venido tratando de digerir la influencia omnipresente de la civilización occidental moderna, y no es la única en estos desvelos. La compleja influencia occidental se observa, inicialmente, en los sistemas militar y económico, lo cual, a veces, produce una transformación absoluta en la tecnología bélica. A partir de este fenómeno, la cultura queda afectada de tal manera, que la mismísima identidad popular se ve jaqueada y hasta desdibujada.
Esta preocupación también se vislumbra en los escritos de Natsume Soseki, uno de los escritores modernos más populares del Japón. Soseki intentó definir una identidad nipona en medio de los drásticos cambios que convulsionaban al país, luego de que éste abriera las puertas a la modernización. Cuando hablaba sobre el caos reinante en sus años de juventud, y sobre la impotencia que esto le producía, manifestaba: "Sentía como si me hubiesen encerrado en un saco, del cual no lograba escapar".
La declinación de la espiritualidad.
Si bien el Japón cambió de un modo radical en los cien años transcurridos desde que Soseki escribió estas palabras, dudo que los jóvenes japoneses de hoy realmente se sientan satisfechos o felices con el statu quo. Es un error equiparar la dicha a la opulencia material: la felicidad que prodiga esta última es siempre de índole relativa y, a la vez, transitoria.
La mayoría de los jóvenes nipones se sienten alienados y faltos de ideales. Por cierto, nunca han tenido tanta libertad como ahora, pero, por otro lado, carecen de un norte claro que les infunda sentido o propósito a sus actos. Son muchos los jóvenes confundidos y presas de la incertidumbre; viven sólo en función del momento o del placer inmediato. Encuestas recientes, efectuadas a estudiantes de segunda enseñanza de todo el mundo, revelan que, entre los jóvenes japoneses, es más marcada la tendencia a descreer del futuro, a no tener esperanzas y a darse por satisfechos con la comodidad momentánea.
No puede negarse que, si bien el Japón está gozando de una prosperidad económica sin precedentes --al menos en estos momentos-- también su espiritualidad se ha estancado. Los jóvenes ya no se preguntan cómo debe hacer el hombre para ser maestro de sí mismo; ya no buscan ser soberanos de su propio destino.
Por supuesto, siempre hay quienes escapan de esta triste regla, que piensan más allá de sus preocupaciones inmediatas e intentan hallar el sentido de sus actos. Algunos poseen una clara conciencia de su propia sociedad y aspiran a un nuevo orden mundial, signado por la paz. También hay otros que no temen preguntarse, seriamente, cuál es la mejor forma de vivir. Su presencia, que se destaca sobre un panorama general de jóvenes apáticos, renueva mis esperanzas en el surgimiento de una nueva filosofía, una nueva religión que conduzca a las personas hacia el bien, la construcción y la creación.
Entonces pues, ¿cómo hacemos para llegar a ser maestros de nosotros mismos? En mi afán de hallar respuesta, acudo a los pensamientos del gran filósofo Nikolai Berdyayev:
Jamás he intentado --voluntaria o involuntariamente-- encerrarme en un mundo privado y propio. En cambio, deseé hallar un camino que me condujera al exterior abierto, para estar presente en el mundo y hacer que el mundo estuviera presente en mí. Presente pero peligrosa y libremente...
El hombre es creado como un microcosmos y su vocación es "re-crear" el cosmos dentro de sí.
Berdyayev expresa la satisfacción palpable de quien llega a ser maestro de su propia vida. Esa evocación de un estado ilimitadamente vasto, donde prima la comunión con el universo, tiene mucho en común con las ideas del Budismo Mahayana. El Mahayana analiza tres niveles de transformación en la vida del individuo y en el desarrollo de la personalidad: "el despertar o abrirse", "el estar perfectamente dotado" y "la revitalización". Quisiera analizar estas ideas budistas, en la medida en que se relacionan con el orden fundamental, la universalidad y la autorrenovación. También me gustaría centrarme en el poderoso latido del humanismo ruso, que aspira siempre a un estado de vida más elevado y más profundo.
El orden fundamental de la vida.
El primer nivel, el "despertar", se refiere a la experiencia vital de un individuo que toma conciencia del orden fundamental de la vida. El Budismo enseña que cada uno de nosotros posee el estado de Buda, es decir, la semilla o el potencial para cultivarnos a nosotros mismos como seres humanos ideales. La naturaleza de Buda posee una esencia indestructible y pura como el diamante, desprovista de toda corrupción o mácula. Cuando se manifiesta, se convierte en un núcleo de vida que, al hacer posible el dominio del propio ser, determina nuestra felicidad. Pero, en nuestra existencia diaria, la Budeidad se halla profundamente enterrada bajo las más diversas ilusiones, es decir, conceptos errados, falsos o prejuiciosos. Por ende, debemos quebrar esas muchas y gruesas cáscaras de ilusión que la cubren y abrir un portal que nos ponga en contacto con dicha naturaleza de Buda, hasta hacerla florecer. Apartar dichas ilusiones es tomar contacto con el orden fundamental inherente a cada ser humano.
La enseñanza más elevada del Budismo Mahayana, el Sutra del Loto, contiene una diversidad de parábolas, para aquellos que, por estar convencidos de que el Buda es una suerte de ser mítico y distante, no pueden aceptar el hecho de poseer en sí mismos la naturaleza de la Budeidad. Una de ellas cuenta la historia de un hombre menesteroso, que visitó el hogar de un amigo rico. Al cabo de una grata charla y de momentos de solaz, el hombre pobre sintió que el sueño lo vencía. Su próspero amigo, preocupado por el bienestar de aquel, cosió en secreto una joya muy valiosa en el forro del manto que el hombre pobre vestía, sin despertarlo. Cuando éste abrió los ojos, a la mañana siguiente, se despidió y se marchó sin sospechar siquiera que llevaba en el manto una piedra preciosa de tanto valor. Así continuó su vida de privaciones, hasta que, un día, por casualidad volvió a encontrarse con el generoso amigo de antaño. El hombre se quedó atónito al ver que el otro seguía viviendo en condiciones extremas y, al contarle sobre la joya cosida en la túnica, vio que su compañero se regocijaba con la noticia.
La joya es la naturaleza de Buda que todos poseemos, ya sea que tengamos conciencia de ella o no. Representa el orden fundamental de la existencia humana, un cimiento tan firme como el que describió el gran matemático griego Arquímedes cuando dijo: "Dadme un firme punto de apoyo y moveré el mundo". Nadie es tan poderoso como aquel que ha tomado contacto con este orden fundamental de todo lo que existe.
Ana Karenina es una novela del genial León Tolstoi, uno de mis autores favoritos. Levin, portavoz del pensamiento del autor, se pregunta sobre el significado de la vida. En otras palabras, busca el orden fundamental de la existencia. En una escena célebre, es esclarecido por las palabras de un campesino:
--Algunos hombres viven para sus necesidades inmediatas y no piensan en otra cosa. Basta con mirar a Mityuka, quien sólo piensa en llenarse la panza. Pero Fokanich es un anciano recto. Él piensa en su alma. No se olvida de Dios.
Estas palabras de un simple labriego conmueven el corazón de Levin con la potencia de un rayo. Es una de las escenas más memorables y logradas de la literatura mundial, en cuanto a describir el despertar de un hombre a través del esclarecimiento que otro le infunde. ¡Cuán cierto es que, cuando uno toma conciencia del orden fundamental --en palabras de Tolstoi, "pensar en el alma"-- también se le revela un mundo inesperado y enteramente nuevo, en toda su gloria y su energía!
Este conmovedor tránsito de la oscuridad a la luz, de la ilusión al despertar, aparece con frecuencia en las obras de Tolstoi. Se muestra de un modo primitivo y tosco en sus primeros libros, como Los cosacos (1863), y culmina en las cavilaciones de Pierre en La Guerra y la Paz y de Levin. Esta gran emoción humana que de pronto se impone e irrumpe en la vida de sus protagonistas, tras muchas pruebas y padecimientos, sin duda ha dado luz a poderosos ecos en el corazón de los jóvenes, precisamente porque se trata de algo fresco y sin adornos.
Tolstoi también tenía conocimiento de las enseñanzas budistas. El dinamismo vital que plasmó en cada escrito tiene mucho en común con la visión dinámica de la vida que expone el Sutra del Loto. Este y aquellos son, por igual, un himno triunfal a la gloria de la vida. Después de todo, somos "juncos pensantes", como escribió Blas Pascal. La prueba de nuestra condición humana yace en nuestra capacidad de construir firmes conceptos sobre la vida, la sociedad y el universo. La felicidad se logra cuando uno establece sus propias metas y se empeña en concretarlas hasta sentirse satisfecho, hasta poder vivir sin arrepentimientos.
El principio de lo "perfectamente dotado".
"El principio budista de "lo perfectamente dotado" nos asegura que ese orden fundamental, del cual tomamos conciencia, no es parcial ni está sujeto a prejuicios. En otras palabras, es algo integral, capaz de abarcarlo todo y de envolver por igual no sólo al género humano, sino también a la naturaleza y al universo. Se refiere a la universalidad y a la armonía subyacentes a la vida, de naturaleza muy diferente de la que plantean la ciencia o la razón. Estas últimas son nociones abstractas, contenidas en sí mismas, impersonales y estructuradas. Dentro de su propia esfera, ejercen un inmenso poder, en la medida en que han transformado la vida a velocidad vertiginosa. Pero, por haber experimentado la tragedia de la "megamuerte" durante este siglo, la humanidad ya no puede permitir indiferentemente que la ciencia y la razón marchen por sus propios carriles, sin gobierno.
De acuerdo con el pensamiento budista, la universalidad es un orden simbiótico en que los seres humanos, la naturaleza y el cosmos conviven armoniosamente, en que microcosmos y macrocosmos se fusionan en una única entidad viviente. Para el Budismo, esa simbiosis se denomina "origen dependiente" (en japonés, engi). Nada existe en forma aislada, ni en la sociedad humana ni en la naturaleza. Todos los fenómenos se sostienen y se relacionan mutuamente, para formar un cosmos viviente. Una vez que se llega a comprender esta profunda verdad, es posible adjudicar a la razón su lugar correcto.
Vista desde este enfoque, la sensibilidad de Levin es realmente singular. Tendido de espaldas sobre la hierba, en un tórrido día estival, Levin piensa absorto, mientras contempla el cielo impecable:
¿No sé acaso que esto es el espacio infinito y no una cúpula redondeada? Pero por mucho que me restriego los ojos y que fuerzo la vista, sólo puedo verlo como algo redondo y provisto de confín. Y pese a saber que el espacio es infinito, estoy irrefutablemente en lo cierto cuando veo una firme bóveda celeste. Mucho más en lo cierto que cuando fuerzo los ojos para poder ver más allá.
Levin no está retrocediendo al estadio de la astronomía primitiva. La suya es la perspicaz crítica a la modernidad que formula un espíritu sutil y bien templado. Levin no percibe lo universal como un reino desolado, dominado por el racionalismo puro. Para él, lo universal es el latido vivaz y vibrante de la vida, con toda la tibieza humana de la dicha y del contento, del amor y de la devoción, de la benevolencia y la solidaridad.
La universalidad que emana de los escritos de Tolstoi es, también, oportuna para analizar las cuestiones que hoy enfrenta el género humano. En efecto, presenta un reto a la insularidad típica de la conciencia étnica extrema, una de las más graves causas de conflictos internacionales y civiles, tanto entonces como ahora. Levin arroja un cubo de agua fría sobre la pasión étnica autodestructiva que pretendía hacer ver la participación en la guerra serbio-turca como un acto de heroísmo:
Pero no sólo es cuestión de que ellos se sacrifiquen, sino de exterminar a los turcos. Las personas se sacrifican y siempre estarán dispuestas a seguir haciéndolo en bien de su alma, mas no con fines de homicidio.
Sin una universalidad como la de Tolstoi, jamás veremos despuntar el amanecer de una nueva era de humanismo y de conciencia global. El "espíritu ruso" del que hablaba Fedor Dostoyevsky también comparte ese carácter universal. Ambos son receptivos a las aspiraciones humanistas y ambos reflejan la convicción de que todos los pueblos deben y pueden vivir en armonía. La búsqueda de la felicidad verdadera es inútil, si no se lleva a cabo con esta postura. Soy uno de los que cree que la dicha absoluta e indestructible en la vida sólo reside en trabajar por los demás con corazón altruista. Al mismo tiempo, la paz interior sólo puede lograrse cuando uno expande su reino interior y libera ese "yo pequeño", capturado en las trampas del egoísmo, para dejarlo elevarse hacia ese "yo esencial", capaz de fusionarse con la vida universal.
Revitalización y autorrenovación.
La "revitalización" se refiere a cultivar el dinamismo creativo de la vida, que nos permite renacer cada día y nos impide estancarnos o caer en la rigidez. Todo es cambio, como decía el antiguo pensador griego Heráclito. El Budismo también enseña que nada permanece en el mismo estado, ni siquiera por un instante. La piedra más dura, con el tiempo, será reducida a polvo; nada puede escapar de una obligada destrucción. La sociedad humana, en particular, experimenta cambios constantes. El secreto de toda revitalización es quebrar la cáscara de la indolencia, que nos lleva a descansar cómodamente en el presente; en cambio, debemos escuchar con cuidado el ritmo del cambio que palpita en lo interior.
La filosofía budista de Nichiren enseña que "uno repite el ciclo eterno de nacimiento y de muerte sobre la gran tierra del estado de Buda". Esto significa que el poder de rejuvenecernos continuamente, por toda la eternidad, reside dentro de nosotros, los seres humanos. Esta fuerza no hace sino aludir al proceso de autorrenovación.
La renovación de la propia vida es, también, uno de los elementos más esenciales de la religión. Sin ella, la fe puede fácilmente caer en los dogmas. Levin pondera la manifestación de lo divino que advierte dentro de sí y que percibe como una felicidad suprema. Se pregunta:
¿Pero es la felicidad una experiencia limitada a los cristianos? ¿Qué hay sobre los que siguen otra religiones, como "los judíos, mahometanos, confucianos, budistas...?
La pregunta de Levin no debe ser eludida; si así fuera, las religiones quedarían expuestas al fanatismo. Dudas como las que experimenta Levin expresan una poderosa motivación interna, que recrea el yo día a día, mediante el proceso de la reflexión. En esta matriz se fecundan la humildad y la generosidad de espíritu, pivote ético de la personalidad desde los tiempos antiguos. Cuando las organizaciones religiosas no cultivan la autorreflexión, dejan flancos abiertos a la tiranía y la arrogancia; así pues, la religión termina dando pretextos para que los hombres se ataquen y se hagan daño.
Este orden fundamental del universo brinda un cimiento firme sobre el cual basar nuestros actos cotidianos. Por eso, infunde serenidad y confianza interior. Pero para que este enfoque siga siendo una fuerza vibrante y creativa, debe mantenerse siempre en su firme cauce, mediante la continua introspección que exhibe Levin. Desde otro ángulo, cualquier percepción del orden universal que no genere valores éticos, como la humildad o la generosidad, ha de ser falsa y engañosa y debe ser identificada como tal. Sólo es posible edificar una personalidad humana superior cuando el proceso de autorrenovación y la conciencia del orden fundamental marchan de la mano. Por eso, cuanto más fuerte es una persona, más humilde será; cuanto más segura de sus convicciones, más generosa se permitirá ser.
La auténtica misión de la fe religiosa es sustentar la formación de la personalidad y alentar al ser humano a ser maestro de sí mismo. Por dicha razón, los escritos budistas otorgan máxima importancia a la reflexión interior y nos exhortan siempre a buscar la motivación interna. A decir verdad, el principal objetivo de la vida de Shakyamuni fue cultivar y perfeccionar una personalidad noble y basada en la motivación interna. Toda su práctica se orientó hacia esta meta.
Competencia humanística.
En la medida en que aspiramos a concretar un siglo de unión mundial, es natural que se otorgue cada vez mayor importancia al intercambio educativo o cultural, más allá de las fronteras que imponen las religiones, razas y nacionalidades. Ya que la competencia bien entendida fomenta el progreso en todas las comunidades, creo que la mejor manera de forjar la unión mundial es que cada nación emprenda una sana competencia en actividades formadoras de la personalidad. En lugar de rivalizar para exhibir el poderío militar más apabullante, los países podrían esmerarse y demostrar su capacidad para formar excelentes "ciudadanos del mundo".
El fundador de la educación creadora de valores humanos y primer presidente de la Soka Gakkai, Tsunesaburo Makiguchi, libró una seria contienda contra el militarismo japonés y terminó sus días en la cárcel, a los setenta y tres años. Desde principios de este siglo, insistió en que el género humano debía dejar de involucrarse en competencias militares, políticas o económicas. En cambio, proponía crear una atmósfera donde las sociedades se sintieran alentadas a competir en el terreno humanístico. Mi más ferviente esperanza es que los estudiantes de la Universidad Estatal de Moscú constituyan las filas precursoras de la competencia humanística en el siglo XXI, y que abran la línea de la vanguardia con energía y vigor.
En esta exposición, me he referido a la sabiduría budista y a las obras de Tolstoi, para esbozar formas posibles de buscar el dominio de la propia vida. Depende de nosotros transformar el caos en armonía durante el siglo venidero; tanto la religión como la filosofía, la cultura y el gobierno deben concentrarse en este desafío crucial. Estoy decidido a no escatimar nada de mí, y a sumar mis fuerzas a las de ustedes para que transitemos, juntos, el camino del renacimiento humano.
Quisiera concluir mis palabras con un hermoso poema acuñado en Rusia, tierra de bello lirismo:
Bajo el cielo abierto, ¡sé osado!
Siente la dicha,
despierta y comprende tu misión.
¡Mira! Los rayos del Sol
tiñen de oro el firmamento
en un instante y, tan luego,
tras enjambres de nubes se ocultan;
la luna de plata se mece a la deriva;
estalla en los prados
el brote de la belleza vernal;
grávidos se hinchan los capullos;
una diáfana corriente borda el valle;
las vides encienden las laderas
y danza en los campos, dorada, la mies.
En la quietud, el hálito del viento
es un susurro, y todo esto es tuyo.
Pletórico de dicha, liba la flor de la vida,
acepta en paz la bendición de los cielos;
¡nuestro mundo no es un valle de pesares,
mi amigo! ¡Sé feliz!
No te extravíes;
jamás olvides de dónde provienen
Honra la Verdad y la Ley,