UN YO PERDURABLE
Discurso pronunciado en la Universidad de California, Los Angeles, Estados Unidos, el 1º de abril de 1974.
Es un inmenso placer para mí poder exponer en la Universidad de California en Los Angeles, centro del saber que ostenta una de las tradiciones más prestigiosas en el campo del conocimiento. Por este privilegio, le estoy agradecido al presidente Charles E. Young, al vicepresidente Norman Miller, al cuerpo docente y a los estudiantes, hombres y mujeres que guiarán este país en su tránsito hacia el siglo XXI.
El camino de la moderación
Arnold J. Toynbee, filósofo e historiador, alberga una seria preocupación por el destino de la humanidad en el siglo venidero. En los años recientes, tuve oportunidad de entablar una extensa serie de diálogos con este gran pensador.
Nuestras disquisiciones fueron, al menos para mí, fuente de gran enriquecimiento personal y de intenso estímulo intelectual.
Toynbee representa, para los miembros de la joven generación, un exigente ejemplo de laboriosidad. A los ochenta y cinco años, todas las mañanas se levanta a las seis, y a las nueve ya está en su escritorio, listo para trabajar. Una vez tuve ocasión de verlo allí sentado, sumergido en la labor, y me conmovió la belleza de su ancianidad.
Toynbee me contó un episodio sobre el laborioso emperador romano Lucio Séptimo Severo (s. III), quien, el día de su muerte, enfermo de gravedad y aun al frente de sus tropas en el frío sur de Inglaterra, transmitió a sus hombres, como lema, la palabra Laboramus, que significa, en latín, "¡Trabajemos!".
Según me refirió el historiador británico, él mismo había adoptado esta consigna como inspiración personal. Y entonces pensé que allí se encontraba el secreto de su vigor perdurable y de su determinación frente a los nuevos desafíos. Toynbee posee la clase de belleza que emana de toda una vida dedicada a la exploración interior y a la contienda intelectual sin cuartel.
Nuestros diálogos cubrieron un vasto espectro de temas: la civilización, la vida, el saber y la educación, la literatura, el arte y la ciencia, los asuntos internacionales y la sociedad moderna, la naturaleza humana, la mujer... Toynbee sentía una imperiosa inquietud sobre el curso de los acontecimientos en épocas posteriores a su muerte. Quería dejar, a todas luces, un mensaje inspirador para aquellos que lo sucedieran.
Así que la nota dominante de nuestras conversaciones fue su deseo de ayudar a las generaciones futuras. Espero que mi propia vida, en sus capítulos finales, no se quede atrás en lo que respecta a dedicación al bienestar de la posteridad.
Según Toynbee, la embriaguez tecnológica del siglo XX ha llevado a la contaminación ambiental y a la posibilidad inédita de que el género humano se aniquile a sí mismo. El historiador cree que cualquier solución posible a la crisis actual dependerá del autocontrol. Sin embargo, el dominio de uno mismo no se logra mediante la extrema permisividad ni mediante el ascetismo radical. La población del siglo XXI deberá aprender a recorrer el camino medio, la senda de la moderación.
Esta proposición me resulta especialmente afín, ya que los ideales de la moderación y del camino medio son elementos que impregnan la enseñanza del Budismo Mahayana.
En tal sentido, la moderación se refiere a una forma de vivir que es síntesis del materialismo y de la espiritualidad. El camino moderado es la única respuesta posible a la actual crisis de nuestra civilización.
Con todo, para seguir esa ruta, la humanidad necesita una guía confiable. Toynbee y yo ponderamos algunos problemas metodológicos, y coincidimos en que priorizar el enfoque técnico no nos conduciría a ningún lado. A la hora de buscar guías aptas para la época actual, debíamos regresar a cuestiones básicas, como la naturaleza de la humanidad y el sentido de la existencia, en la medida en que ambas necesariamente conducen a la pregunta por la cualidad esencial de la vida.
Saber quiénes somos de verdad y qué es la vida resulta fundamental para entender las culturas y las civilizaciones. Cuando los hombres y mujeres del siglo XXI puedan percibir la naturaleza esencial de la vida, la humanidad se apartará de su fascinación tecnológica y creará una civilización humana, en el sentido más rico y pleno de la palabra.
Una de las enseñanzas primordiales del Budismo es que la vida humana es un conjunto de aflicciones: el trauma del nacimiento, la agonía de la vejez, el dolor de la enfermedad, el duelo de perder a los seres queridos y, por fin, la angustia de la propia muerte. Estos son los sufrimientos más primitivos, pero hay otros.
Los momentos de dicha son efímeros; todos estamos sujetos a verlos terminar. En la sociedad actual hay muchos motivos de infelicidad; por ejemplo, la presencia de discriminaciones raciales y étnicas, y la brecha cada vez más acentuada entre ricos y pobres.
En nuestra vida, el pesar y el dolor se producen por razones muy diversas, pero ¿cuál es la causa esencial del sufrimiento en sí? El Budismo responde que nada en el universo es constante, y que el dolor se origina en la incapacidad humana de entender este principio básico. La naturaleza transitoria de todos los fenómenos es una verdad axiomática.
El joven debe envejecer; el sano en algún momento enferma; todas las criaturas vivientes están sujetas a morir, y todo lo que posee forma debe, en última instancia, experimentar la declinación. Como manifestó Heráclito, hace casi dos mil años y medio, todas las cosas están sometidas a un fluir constante; nada en el universo se mantiene igual; todo cambia, segundo a segundo, como la corriente de un río caudaloso.
Pese a lo que nuestros sentidos quieran hacernos pensar, nada es inmutable. Más aún, uno de los principios fundamentales del Budismo asegura que aferrarse a la ilusión de la permanencia trae aparejados los sufrimientos del espíritu humano.
El apego a lo transitorio
Es propio del hombre aspirar a la permanencia. Todos deseamos que la juventud y la belleza perduren eternamente. A medida que nos empeñamos en conseguir todo lo bueno que tiene la vida, confiamos en que la riqueza que podamos acumular se conserve intacta. Así y todo, comprendemos que, por mucho que trabajemos y por inmensa que termine siendo nuestra cuenta bancaria, no podremos llevarnos un solo peso al otro lado, como dice el saber común.
Conscientes de ello, seguimos trabajando para disfrutar del producto de nuestra labor y, naturalmente, queremos gozar de ello todo el tiempo que nos sea posible. Esta es una causa de aflicción: no podemos conservar eternamente el fruto de nuestro trabajo. Lo mismo cabe decir de las relaciones humanas. Uno podrá amar ilimitadamente al ser querido, pero algún día llegará el momento de decirle adiós.
La pérdida de un ser amado --marido o mujer, padre o madre, hijo o amigo-- provoca el sufrimiento espiritual más profundo que alguien pueda experimentar.
El apego a las personas genera dolor; el apego a las cosas y el deseo codicioso de bienes materiales también puede ser causa de conflictos; el apego al poder conduce, frecuentemente, a la guerra.
Demasiado apego a la propia vida puede sumergirnos en una declive de temores e incertidumbre.
La mayoría de nosotros no vive preocupado por la inminencia de la muerte a cada instante. Por el contrario, llevamos a cabo nuestros quehaceres cotidianos con la idea general de que la vida seguirá, para nosotros, por tiempo indefinido. Sin embargo, hay personas que no pueden adoptar esta actitud de optimismo a priori; poseídas por un frenético deseo de conservar la vida, terminan obsesionadas por el miedo a la muerte, la vejez y la enfermedad.
La vida humana cambia y cambia, por mucho que hagamos para impedirlo. Nuestro cuerpo, manifestación física de la transformación incesante del universo, algún día habrá de morir. Para vivir sanamente y con sentido, debemos enfrentar este aspecto con objetividad y sin temor.
En términos budistas, el camino a la iluminación no se puede transitar sin reconocer el cambio constante y universal.
Pero sería un error desechar por completo la utilidad del apego a las cosas, aunque éstas sean impermanentes.
En la medida en que somos humanos y estamos vivos, es perfectamente natural que nos empeñemos en preservar la vida, valoremos el amor de los demás y disfrutemos los beneficios materiales de esta Tierra.
En determinadas épocas y lugares, se interpretó que las enseñanzas budistas apuntaban a cortar todo vínculo con las pasiones y los deseos mundanos.
También se las vio como un impedimento o una fuerza opuesta al avance de la civilización.
A decir verdad, el Budismo ha penetrado profundamente en la cultura y el pensamiento del Japón.
Puede ser que la falta de tecnología avanzada en ciertas naciones budistas se deba, en parte, a la doctrina de la transitoriedad; esto, no obstante, es sólo un aspecto de la filosofía.
Las enseñanzas budistas esenciales no instan a suprimir los deseos de este mundo ni a aislarse de los apegos. No postulan la resignación ni el nihilismo. El pensamiento budista, en su raíz, es una enseñanza sobre la Ley inmutable, la vida genuina, la esencia invariable que subyace a toda transitoriedad, unifica y da ritmo a todas las cosas, y genera los deseos y apegos de la vida humana.
Cada uno de nosotros consiste en un yo menor y un yo superior. Cuando uno se deja cegar por las circunstancias temporales y atormentar por deseos descontrolados, vive sólo para su pequeño yo inferior.
Vivir para el yo esencial o superior significa reconocer el principio universal que hay detrás de todas las cosas y, con esta iluminación, trascender la transitoriedad de los fenómenos mundanos. ¿Qué es este "yo esencial o superior"? Es el principio básico de todo el universo.
Al mismo tiempo, es la Ley que genera las muchas manifestaciones y actividades de la vida humana.
Arnold Toynbee, quien describió el yo esencial como la realidad espiritual suprema del universo, considera que el concepto budista sobre la Ley es más cercano a la verdad que las nociones antropomórficas de Dios.
Vivir para el yo esencial no implica abandonar el yo inferior o limitado: este último sólo puede actuar porque existe el primero.
El efecto de dicho vínculo es motivar en los seres humanos aquellos deseos y apegos comunes a todos, para estimular el avance de la civilización. Porque la riqueza seduce, es posible el desarrollo económico. Porque el ser humano se empeñó en dominar los elementos naturales, pudo florecer la ciencia. Sin los apegos y conflictos que caracterizan la relación entre hombre y mujer, la Literatura se habría visto privada de uno de sus temas más líricos y perdurables.
Aunque algunas ramas del Budismo enseñaron que el ser humano debía sofocar el deseo, y a veces hasta condonaron la inmolación como forma de escapar de la vida, este enfoque no representa los elementos más importantes y constitutivos del pensamiento budista.
El deseo y el padecimiento son aspectos esenciales de la vida; no se los puede eliminar. El deseo y todo lo que trae aparejado constituyen una fuerza motriz generadora de actividad humana. Así y todo, el deseo (y el yo limitado que se ve afectado por él) necesitan una orientación correcta.
El verdadero enfoque budista, para ir en busca del yo superior, no consiste en reprimir o extinguir el yo limitado, sino en controlarlo y dirigirlo, para que, gracias a él, la civilización pueda elevarse a horizontes más nobles y mejores.
Más allá de la vida y la muerte
El Budismo enseña que todas las cosas llegarán a su fin, y que la muerte es una cuestión que debemos examinar objetivamente. Aún así, el Buda no fue un profeta de la resignación, sino un hombre que llegó a comprender de raíz la Ley de la impermanencia. Enseñó la necesidad de enfrentar la muerte y el cambio sin temor, porque sabía que la Ley inmutable era el origen de todos los valores y expresiones de la vida.
Ninguno de nosotros puede escapar a la muerte, pero el Budismo nos permite ver que, atrás de la muerte, está esa vida eterna, invariable y esencial que es la Ley. Con la absoluta convicción de que ésta es la verdad, podemos enfrentar con coraje tanto nuestra propia muerte como la impermanencia de todos los hechos mundanos.
Según la Ley budista, ya que la vida es, en sí misma, eterna y universal, la vida y la muerte son dos fases o aspectos de una misma entidad. Ninguna está subordinada a la otra, de ninguna manera. En japonés hay un término, ku, que nos ayuda a comprender esa vida eterna y suprema que gobierna las funciones del nacimiento y la muerte en cada existencia individual.
Ku trasciende el marco espacio-temporal, pues alude a un potencial ilimitado. Es la esencia a partir de la cual todas las cosas se tornan manifiestas, y a la cual todas ellas regresan; supera el marco espacio-temporal, en tanto es perenne e impregna todo el universo. En nuestros muchos debates sobre la eternidad,
Toynbee dijo que, en la idea de ku, advertía una aproximación a lo que él llamaba la "realidad espiritual suprema".
Es imposible hacer justicia a la naturaleza de ku en tan pocas palabras, pero, así y todo, quisiera destacar algunos puntos.
En primer lugar, ku no es la "no existencia". A decir verdad, no es existencia ni "no existencia".
Estos dos términos representan interpretaciones humanas de la realidad basadas en los ejes del espacio y el tiempo, dentro de los cuales situamos nuestras vivencias y definimos nuestro ambiente.
Ku es algo más profundo y esencial; es una realidad fundamental. Su naturaleza podría ejemplificarse a través de las experiencias universales del desarrollo humano.
Los cambios psicológicos y físicos que se van produciendo a medida que el sujeto pasa de la infancia a la madurez son tan grandes, que pareceríamos estar ante un mismísimo cambio de persona.
Sin embargo, a lo largo de este proceso, hay un yo que une mente y cuerpo, y que permanece relativamente constante. No siempre tenemos conciencia de ese yo, que se manifiesta tanto en los planos físico como mental, pero es la realidad fundamental que yace más allá de las dimensiones de la existencia y la no existencia.
Según la filosofía budista, este yo perpetuo está conectado, en forma directa, con la gran red de la vida cósmica, y por eso es capaz de operar eternamente: por momentos lo hará en la fase de existencia; por momentos, en la fase de muerte.
Por eso, el Budismo interpreta la vida y la muerte como dos aspectos de una misma entidad. Ya que el yo limitado queda incluido dentro del yo esencial, cada uno de nosotros participa de la vida cósmica inmutable, al mismo tiempo que vive en un mundo de transitoriedad y de cambios perpetuos.
Romper las cadenas del deseo
Desafortunadamente, las sociedades modernas parecen estar influidas, casi en forma total, por los deseos del yo inferior. La codicia humana ha producido un inmenso y sofisticado sistema tecnológico que ha tenido un costo devastador, traducido en la actual destrucción ambiental y en el agotamiento de los recursos naturales del planeta.
El apego a las cosas, deseos y pasiones nos ha llevado a erigir colosales edificios, impresionantes redes de transporte y armamentos de potencia ominosa.
Si el hombre no rectifica las actitudes que dieron lugar a estos fenómenos desmesurados, la autodestrucción de la humanidad será simple cuestión de tiempo.
No obstante, soy optimista y tengo esperanza; opino que la actual tendencia mundial a reflexionar sobre el rumbo de la sociedad y a reclamar nuevos valores humanos evidencia que, por fin, estamos buscando nuestra propia naturaleza humana como hombres y mujeres de este mundo.
Una persona podrá tener soberbias aptitudes intelectuales; así y todo, si vive dominada íntegramente por sus pasiones y por la búsqueda de lo impermanente, nunca llegará a ser más que un animal.
Es hora de que todos los individuos aspiren a los aspectos perdurables de la vida y de que su forma de vivir haga surgir, de por sí, el auténtico valor que posee la existencia humana.
¿Cómo se llega a esto, ahora y en el futuro? Una vez más, Toynbee sugirió la solución, cuando definió la codicia y las ansias del yo inferior como "deseos demoníacos", y la voluntad de fusionarnos con el yo esencial como "deseo de amor".
Insistió en que el ser humano podía controlar los primeros y dar libre despliegue al último, sólo mediante una vigilancia y un autocontrol permanentes.
En el próximo siglo, espero que la civilización rompa su esclavitud con el yo inferior y avance consciente del yo perdurable que palpita detrás de la existencia efímera del mundo material.
Sólo así podremos ser dignos de nuestra condición humana; sólo así podrá la civilización ser un ámbito de humanismo auténtico.
El siglo venidero deberá consagrarse a respetar la vida en el sentido más amplio de la palabra, pues la Ley que subyace al universo es la vida, en sí.
La base sobre la cual elija actuar el ser humano determinará el éxito o el fracaso de la civilización futura. ¿Vamos a patinar en el fango de los deseos egoístas y de la codicia? ¿O a recorrer, a paso firme, la tierra sólida de la iluminación, plenamente conscientes del yo esencial?
Lograr todo lo que anhelamos, con respecto al bienestar y a la felicidad del género humano, depende íntegramente de nuestra disposición a centrarnos en la realidad inmutable, invariable y poderosa que es la Ley y la vida esencial.
Hemos llegado hasta un punto en que se torna necesario decidir con claridad.
Nuestra época marca la transición entre un siglo y otro, es cierto.
Pero también es mucho más que eso.
Ahora, cada uno de nosotros debe decidir si va a vivir como un ser humano, en el sentido más rico y pleno del término.
Aun a riesgo de parecer extremo, siento que, en el pasado, los hombres rara vez avanzaron más allá del nivel de un animal ilustrado. Hace setecientos años, Nichiren Daishonin, fundador de la filosofía budista cuyas enseñanzas practico, habló de la condición del hombre que es como una "bestia dotada de talento".
Si consideramos los actos de la humanidad en el mundo moderno, sus palabras adquieren un profundo significado.
Tengo la convicción de que debemos llegar a ser mucho más que seres inteligentes o dotados de habilidad.
Es hora de empezar a actuar en el terreno espiritual, mientras luchamos por percibir y comprender el yo esencial y la vida cósmica.
Cada persona tiene que hallar su propio camino.
Yo encontré el mío en el Budismo, y a partir de la fe en sus enseñanzas, hace mucho tiempo me lancé a recorrer la travesía de la vida.
Los jóvenes, que hoy ocupan su lugar en un punto crucial de la historia, son capaces de contribuir inmensamente al bien de la humanidad.
Si he compartido con ustedes algunas perspectivas de la sabiduría budista, ha sido con la esperanza de que cuanto he dicho sirva a los jóvenes, a la hora de escoger su camino hacia el futuro.