HACIA UNA NUEVA ERA DE DIALOGO: LA EXPLORACION DEL HUMANISMO. Daisaku Ikeda
¿Cómo puede la humanidad del siglo XXI desafiarse para superar las crisis de la época?
(extracto la Propuesta de Paz del año 2005, presentada por Daisaku Ikeda)
Desde luego, no existen soluciones simples; no poseemos una “varita mágica” que podamos agitar en el aire para que todo el panorama se aclare de repente. Nos aguarda una senda llena de dificultades, la enorme tarea de hallar una respuesta adecuada para la clase de violencia que rechaza de plano todo intento de formular un compromiso o de establecer el diálogo.
Aun así, debemos evitar caer en un pesimismo inútil e improductivo. Todos esos problemas son causados por los seres humanos, lo que significa que tiene que haber una solución humana para superarlos. No importa cuánto tiempo nos lleve el empeño, en tanto no abandonemos la tarea de desenredar la confusa trama de estas cuestiones, íntimamente relacionadas entre sí, podemos abrigar la certeza de que lograremos abrirnos paso hacia la ansiada solución.
El objetivo primordial de todo esfuerzo debe ser, antes que nada, hacer surgir el potencial para el diálogo en su forma más plena. En tanto la historia de la humanidad siga su curso, habremos de enfrentar el desafío perenne de establecer, mantener y fortalecer la paz a través del diálogo, de hacer del diálogo el camino certero y firme hacia la paz.
Debemos sostener y proclamar esa convicción una y otra vez, sin inmutarnos ante el frío menosprecio o las críticas despiadadas que podamos despertar en los demás.
Vienen a mi mente palabras del poeta Rabindranath Tagore (1861-1941), cuya obra siempre me ha inspirado el más profundo respeto y aprecio:
Lo posible pregunta a lo imposible:
“¿Dónde vives?”.
“En los sueños de los inútiles”, le contesta éste.
***
A medida que examino mis propios esfuerzos para fomentar el diálogo, me invade la certeza, más clara que nunca, sobre la urgente necesidad de reorientar las energías del dogmatismo y del fanatismo –responsables de gran parte de los más funestos conflictos– hacia un enfoque humanístico. En un mundo desgarrado por el terrorismo, las represalias y las rencillas surgidas de las diferencias étnicas o religiosas, un intento de ese tenor puede parecer una empresa imposible. Pero aun así, creo que debemos continuar poniendo el máximo empeño en dicho objetivo.
No estoy proponiendo aquí el humanismo como algo que necesariamente deba hacer frente al dogmatismo o al fanatismo, en una estéril competencia entre “-ismos”.
La verdadera esencia y práctica del humanismo yace en el diálogo sincero, de corazón a corazón. Se trate de una cumbre diplomática o de variadas formas de interacción entre ciudadanos comunes de diferentes latitudes, el diálogo genuino posee la clase de intensidad descrita por el gran humanista y filósofo del siglo XX, Martin Buber (1878-1965),quien lo define como un encuentro “en un estrecho farallón” , donde el menor descuido podría resultar en una caída fatal. El diálogo es verdaderamente esa clase de encuentro intenso.
Creo que la analogía de los trimtabs (alerones) –pequeñas solapas ajustables situadas en las alas de los aeroplanos y en las quillas de los barcos– puede resultar muy útil. Como el diseñador y filósofo R. Buckminster Fuller señaló, un trimtab sobre el timón de un barco puede ser operado con la fuerza de un solo individuo; facilita ampliamente el movimiento del timón y permite, por ende, que un navío de inmensas proporciones cambie de rumbo. El humanismo tiene la capacidad de desempeñar la misma función y de guiar a la sociedad global por nuevos y mejores derroteros.
A medida que se propaga y multiplica el oleaje del diálogo, su onda expansiva genera en el flujo de las corrientes esa clase de cambio capaz de imprimir una nueva dirección a las fuerzas del fanatismo y del dogmatismo. El efecto acumulativo de tales esfuerzos, aparentemente insignificantes, es, estoy convencido, suficiente para cambiar el rumbo de la época, del mismo modo en que un pequeño trimtab puede corregir el curso de un gran navío o de un aeroplano. El factor crucial es, por ende, emprender el duro y minucioso trabajo de desafiar, a través de la lucha espiritual que significan el encuentro con los demás y el diálogo intenso, los supuestos y los apegos por los que nos regimos los seres humanos.
Las trampas del fanatismo
El fanatismo y el dogmatismo tienen muchas caras. Si bien hay quienes se precipitan a asociar ambas tendencias a las religiones monoteístas, de hecho, uno y otro se encuentran en todo el espectro del quehacer humano. El budismo, considerado en principio relativamente inmune a esa clase de extremos, de ninguna manera está a salvo de tales trampas, como veremos más adelante. Y desde luego, el fanatismo no se encuentra limitado exclusivamente al terreno de lo religioso. No será posible olvidar la manera en que las ideologías políticas del siglo XX cayeron en esa misma trampa.
En cierta medida, cualquier ideología (en el sentido más amplio del término) corporifica una ortodoxia o una manera fija de entender el mundo. Por lo tanto, debemos desarrollar una mejor comprensión de los aspectos tanto positivos como negativos de tales ortodoxias o “-ismos”.
Una ortodoxia puede ser algo positivo en la medida en que sirve de norma para guiar el accionar del ser humano hacia fines constructivos. Por otro lado, no obstante, los mencionados “-ismos” pueden comenzar a restringir el libre pensamiento y capacidad de juicio de la gente a un solo y exclusivo punto de referencia. Cuando ese poder se torna desmesurado, y se pierde el control sobre él, los “-ismos”, que son abstractos, pueden terminar esclavizando la vida de personas de carne y hueso. Es parte de la naturaleza intrínseca de las ortodoxias la tendencia a precipitarse hacia esa dirección en cualquier momento.
El fanatismo surge cuando aquel aspecto destructivo se agiganta fuera de toda proporción. Se llega así a una situación en que la vida humana se ve grotescamente devaluada, y la muerte –tanto la propia como la de otros–, se ve lamentablemente glorificada. Ello explica que el siglo XX haya sido tanto una era de ideologías como una época de masacres sin precedentes.
En oposición a esa clase de “-ismos” u ortodoxias, el rasgo más notable del humanismo es que este no pretende inculcar normas de comportamiento definidas externamente. Por el contrario, se concentra antes que nada en las acciones libres y espontáneas del espíritu humano y en los juicios y decisiones autónomos.
Ciertamente, el humanismo respeta y defiende la humanidad –en su doble aspecto de conjunto de seres humanos y de cualidad abstracta– como su principio fundamental. Pero no pretende en absoluto establecer sobre esa base un conjunto de reglas inamovibles para guiar todo pensamiento y acción.
En una oportunidad, se le solicitó al célebre antropólogo cultural Eiichiro Ishida (1903-1968) que brindara una definición universal para el concepto de “humanidad”. Haciendo hincapié en que el relativismo cultural tornaba difícil el cometido, el señor Ishida se esforzó mucho por hallar las palabras adecuadas, antes de concluir con la siguiente formulación: “En definitiva, se trata de lo que uno mismo entiende por ser ‘humano’”.
Si bien una definición de esa naturaleza podría resultar un tanto vaga, quizás sea útil para ilustrar la naturaleza del proceso autónomo, surgido de la motivación interna, que estoy tratando de describir. Pero ello no significa en absoluto una actitud irresponsable, carente de principios, propia del “todo vale”. Es únicamente confrontando los dilemas más dolorosos y tomando las decisiones más difíciles que nuestra capacidad de permanecer fieles a un proceso de decisión libre y autónomo –de ser consecuentes con lo que cada uno entiende por ser humano–, es sometida a prueba hasta las últimas consecuencias.
“¡Los principios existen para las personas!”
La vida de Albert Einstein (1879-1955) ilustra el punto que estamos tratando de manera contundente y conmovedora. Einstein, hombre extraordinariamente comprometido con la paz, se vio sometido, por ser judío, al implacable acoso y a las violentas amenazas de los nazis. Después de una desgarradora lucha interior, Einstein tomó la decisión de que oponerse activamente a los nazis era el único medio de conjurar un futuro de horrendas consecuencias. Era el mismo Einstein que admiraba profundamente al Mahatma Gandhi y que había declarado anteriormente: “Prefiero que me corten en pedazos a obedecer la orden de disparar contra alguien”. Si tal afirmación fuese entendida dogmáticamente, podría parecer que su ulterior cambio de postura ponía en jaque sus principios. Sin embargo, como él mismo lo explicó: “los principios existen para los hombres y no, los hombres para los principios”.
Creo que aquí es necesario comprender claramente varios puntos.
El primero de ellos es que Einstein se vio obligado a aceptar que no oponer resistencia al accionar atroz y unilateral de los nazis equivaldría a colaborar con la tarea de destrucción que estos habían emprendido.
El segundo punto es que su refrendo a la decisión de fabricar (mas no utilizar) armas nucleares surgió del temor ante las pavorosas consecuencias que sobrevendrían, si los nazis lograban desarrollar dichas armas primero. Cuando, en contra de su deseo, las bombas atómicas fueron arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, él lamentó haber participado en su fabricación y afirmó más adelante que había cometido “el error más grande de mi vida...”.
Un tercer punto que hay que considerar es que ese sentimiento de culpa y de responsabilidad lo impulsaron en los años de posguerra a redoblar sus esfuerzos como activista de la paz y a luchar por la abolición nuclear, y el establecimiento de un gobierno mundial.
Creo que el tema recurrente que aparece a lo largo del complejo drama interior de Einstein es que cada una de esas difíciles y por cierto peligrosas decisiones fueron la expresión de su búsqueda incesante para hallar aquello que nos define como seres humanos, la pauta universal de la humanidad a la que aludimos más arriba. La esencia y la prueba del humanismo, a mi criterio, son nuestro conflicto y batalla internos en pos del bien. En medio de la pérfida escalada del nazismo, Einstein declaró repetidas veces: “Debemos cambiar el corazón de la gente”, propósito imposible de llevar a cabo sin esa clase de lucha interior.
La filosofía de Einstein después de la guerra tal vez no se caracterizó por su falta de violencia, en el sentido estricto de la idea. Sin embargo, creo que su objetivo más esencial tenía muchos rasgos en común con las batallas no violentas que llevaba a cabo el Mahatma Gandhi. Así lo demuestran claramente los elogios que, en sus últimos años, Einstein dedicó a Gandhi, a quien llamó “el genio político más grandioso de nuestra época”.
El axioma sumamente sagaz de Einstein de que los principios existen para las personas y no, las personas para los principios, es una expresión simple y directa de lo que puede considerarse el eje fundamental del humanismo. Pero, tal como lo prueban las luchas de este coloso del siglo XX, nada es más difícil de poner en práctica. Las ideologías religiosas y políticas, con demasiada frecuencia, han supeditado a la gente a sus normas y han llegado a sacrificarla en el altar de sus reglas inflexibles y de sus principios abstractos. Esa errónea inversión de valores deriva de una tendencia de la naturaleza humana, profundamente enraizada, que nos empuja a los brazos del dogmatismo y del fanatismo. Los registros históricos que existen al respecto son verdaderamente escalofriantes.
***
En las escrituras budistas encontramos las siguientes palabras: “Shakyamuni enseñó que lo superficial es fácil de abrazar, pero que lo profundo es difícil. Descartar lo superficial y buscar lo profundo es el camino de una persona de coraje”. Con demasiada facilidad, las personas parecen perder de vista y olvidar su propia capacidad para hacer surgir la valentía, y se aferran a uno u otro dogma, al que terminan sometiéndose. Al parecer, adolecemos de una debilidad instintiva que nos impulsa a elegir la manera más cómoda y fácil de creer en un dogma, es decir, ciega e incondicionalmente.
Es allí donde acechan las trampas del extremismo, listas para aprovecharse de la debilidad y de la falta de criterio que existen en todo individuo; allí, la complacencia y otras estratagemas son útiles herramientas para despertar tendencias tan destructivas como el odio, la ira, los celos y la arrogancia. Esa clase de dogmatismo actúa para degradar, debilitar y atrofiar el espíritu humano. Se yergue en las antípodas del humanismo.
***
La exploración del humanismo
En la propuesta que presenté en el 2002, expuse algunas perspectivas budistas sobre la filosofía y la práctica del humanismo. Quisiera aprovechar la ocasión para desarrollar un poco más aquellas ideas, específicamente, a través de las siguientes tres proposiciones, como elementos esenciales de un humanismo inspirado en fuentes budistas.
1. Todas las cosas son relativas y mutables.
2. Es por ende esencial que desarrollemos la capacidad para discernir la naturaleza relativa y mutable de la realidad, así como la clase de sólida autonomía que no se verá abrumada por dicha naturaleza.
3. Basados en ese discernimiento y autonomía, aceptamos todo lo que es humano y no discriminamos; rehusamos estereotipar o circunscribir a las personas sobre la base de su ideología, nacionalidad, origen étnico, etcétera; estamos por lo tanto decididos a transitar activamente todas las sendas del diálogo y a no permitir jamás que se clausuren.
Se puede observar rápidamente que las dos primeras proposiciones –la relatividad y mutabilidad de todas las cosas, y la importancia de desarrollar el discernimiento para reconocer esa realidad– están enraizadas en conceptos budistas como el de los “tres sellos del Dharma” (en japonés: samboin).
La transitoriedad de todos los fenómenos (shogyo-mujo) explica que todas las cosas, eventos y experiencias pueden ser entendidos como una continuidad ininterrumpida de cambio y de transformación. Puesto que todo cambia, nada posee una existencia o sustancia fija o independiente (shoho-muga). El estado iluminado que se logra a través de la capacidad plenamente desarrollada de discernir esa realidad suele denominarse “la tranquilidad del nirvana” (nehan-jakujo). Dicho concepto describe el despertar inicial de Shakyamuni, cuando este comprendió que todas las cosas surgían en el contexto de su interrelación mutua; el nuestro es un mundo tejido con los ricos hilos de la diversidad, pues todo existe en una red de interdependencia, y cada cosa es la causa o conexión por la cual todas las demás cosas adquieren existencia.
Si nos atenemos a la visión sobre el budismo que prevalece en gran parte del mundo, la tercera proposición que expongo aquí –el compromiso positivo con la acción y con el diálogo– puede parecer un tanto insólita, porque tal vez se opone a la imagen contemplativa que generalmente se asocia con el budismo, expresada en conceptos como, por ejemplo, el de los “tres sellos del Dharma”.
Otros principios tempranos del budismo ponen el acento en que la iluminación está más allá del poder de las palabras o de la intelección. El énfasis puesto en las limitaciones del lenguaje parecería otorgar –de acuerdo con la formulación del científico y filósofo francés Albert Jacquard acerca del “diálogo auténtico hecho tanto de silencios como de palabras”–, un énfasis mucho mayor al silencio. El empleo del silencio no como un vacío o una ausencia, sino como una opción de fecunda riqueza es una importante característica del budismo.
No debe sorprender en absoluto que un sinfín de personas, en el trance de enfrentar el innegable estancamiento que aflige a la civilización occidental –cuyo dramático desarrollo siempre se basó en la importancia primordial de la racionalidad y del lenguaje–, busquen ahora abrirse a experiencias más saludables, en muchos casos, de carácter budista, que ofrecen un auténtico contraste con aquella cosmovisión centrada en el lenguaje.
Pero, en tanto la capacidad de emplear el lenguaje siga siendo el atributo distintivo de la especie humana, no podemos permanecer en silencio y aun así aspirar a concretar el ideal del humanismo. En tal sentido, nuestra única opción es sumergirnos en la humanidad y nadar a plena conciencia en el océano del diálogo.
Una marca de honor
En términos más concretos, eso significa confrontar directamente el mal y la desdicha que constituyen un aspecto inevitable de la existencia humana. La siguiente afirmación de Vimalakirti: “Cuando los seres vivos se enferman, el bodhisattva se enferma; cuando todos los seres vivos se curan, el bodhisattva se cura” expresa la resolución del bodhisattva altruista de emprender ese desafío. Esa clase de determinación ocupa un lugar primordial en el budismo Mahayana. La tradición Mahayana, aquella que fluye desde el Sutra del loto hacia Nichiren y constituye la práctica de los miembros de la SGI , alienta con gran firmeza a llevar adelante la práctica dinámica del bodhisattva, caracterizada por el diálogo y el compromiso. (Es necesario destacar que al hacerlo así, dicha práctica, lejos de negar la serenidad interior de la iluminación, la hace surgir plenamente.)
Puesto que considero que esa clase de acción dinámica es un importante aspecto del budismo, me referí a Shakyamuni, cuando diserté en la Universidad de Harvard, en 1993:“se encontraba con los demás lleno de alegría; se acercaba a ellos con semblante jovial y acogedor”. Imagino que ese dinamismo muestra poderosas coincidencias con los “sentimientos religiosos cósmicos” de los que Einstein hablaba a menudo.
Por todo lo expresado hasta ahora, quisiera proponer las siguientes guías para un humanismo en acción: reconociendo que todo está en proceso de cambio dentro del marco de la interdependencia, nosotros por cierto vemos la armonía y la unión como expresiones de nuestra interconexión. Pero podemos apreciar la contradicción y el conflicto de la misma manera. De modo que la lucha contra el mal –una lucha que surge del esfuerzo interior de dominar nuestras propias contradicciones y conflictos– debe considerarse una prueba difícil pero inevitable que debemos atravesar, en nuestro esfuerzo por crear un sentido de conexión más vasto y más profundo.
Si experimentamos la conexión de manera positiva, como un sentimiento de armonía y de unión, experimentamos la misma conexión negativamente en situación de conflicto. Puesto que se trata de dos aspectos de la conexión, se puede considerar que tienen igual valor. Sin embargo, dado que reconocemos la realidad de la vida como una lucha y comprendemos que es a través de esa lucha que nuestra humanidad se templa y fortalece, es aun más crucial establecer un valiente compromiso con los conflictos.
Dentro de la tradición budista, esa es la distinción de honor del bodhisattava. Resueltos a no discriminar a nadie a partir de estereotipos o de limitaciones impuestas desde afuera, podemos reconocer la unión que existe en la base de cualquier conexión positiva o negativa, y consagrarnos con toda la energía vital que nos sustenta al tipo de diálogo que transformará incluso los conflictos en conexiones positivas. Es en este tipo de desafío donde se puede percibir la auténtica contribución de un humanismo basado en principios budistas.
Tal ha sido la firme convicción que me ha sostenido en mi ardua labor a lo largo de los años.
Cuando en 1968 hice un llamado a la normalización de las relaciones entre la China y el Japón, o bien, cuando puse todo mi empeño para aliviar las tensiones entre la China y la Unión Soviética , como mencioné antes, me impulsaba el firme convencimiento de que ni siquiera el más feroz de los conflictos podía durar para siempre. Siempre que haya gente que haga oír su voz en bien de la paz, existe la esperanza.
En 1996, las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos estaban en un punto muy crítico, después de que, en febrero de ese año, dos avionetas privadas fueron derribadas por la Fuerza Aérea Cubana; tal hecho solo vino a agravar las tensiones que provocaba el embargo económico de los Estados Unidos contra Cuba, cada vez más severo. Cuando en junio realicé una visita a los Estados Unidos y a Cuba, país este último donde me encontré con el presidente Fidel Castro, con quien mantuve un franco intercambio, también me alentaba la convicción humanística de que el enfrentamiento entre ambas naciones no era algo rígido ni destinado inevitablemente a prolongarse en el futuro.
Qué mejor prueba de la naturaleza relativa y mutable de la realidad, que la caída del Muro de Berlín, tal vez, el símbolo más notorio de la Guerra Fría , que a veces parecía destinada a durar para siempre. Recuerdo mi visita a Alemania Occidental en 1961; en esa ocasión, me detuve frente a la Puerta de Brandeburgo y manifesté mi certeza, inspirada por mi fe en el valor de la gente y en su anhelo por la paz, de que esa innoble valla divisoria caería antes de que transcurrieran treinta años. Increíblemente, veintiocho años después, el Muro de Berlín fue derribado por ciudadanos comunes que vivían a ambos lados de una nación dividida en dos.
He tenido dos veces el inmenso placer de reunirme con el presidente de Sudáfrica, Nelson Mandela, a quien considero un muy apreciado amigo. He aquí cómo el señor Mandela se refiere al proceso que hizo posible enfrentar ciertas realidades en apariencia insolubles y derrocar el sistema del apartheid:
Muchas personas de la comunidad internacional que observaban desde la distancia cómo nuestra sociedad desafiaba a los profetas de la maldición y sus predicciones de conflictos interminables, hablaron de un milagro. Sin embargo, todos los que han participado de cerca en la transición saben que se trata del resultado de una decisión humana.
¡Qué observación realmente cargada de significado!
Las transformaciones históricas, que impactan como milagros a quienes se limitan a observar sin participar, son de hecho la obra de quienes poseen la sabiduría de discernir lo relativo y mutable de la realidad, y tienen la voluntad de ponerse en acción con la clara perspectiva de un futuro mejor.
Versionmas amplia resumida ingresar
http://www.sgispanish.org/acerca/propuestas/paz2005resumen.html
Versión Completa
http://www.sgispanish.org/files/peace2005sp.pdf
(extracto la Propuesta de Paz del año 2005, presentada por Daisaku Ikeda)
Desde luego, no existen soluciones simples; no poseemos una “varita mágica” que podamos agitar en el aire para que todo el panorama se aclare de repente. Nos aguarda una senda llena de dificultades, la enorme tarea de hallar una respuesta adecuada para la clase de violencia que rechaza de plano todo intento de formular un compromiso o de establecer el diálogo.
Aun así, debemos evitar caer en un pesimismo inútil e improductivo. Todos esos problemas son causados por los seres humanos, lo que significa que tiene que haber una solución humana para superarlos. No importa cuánto tiempo nos lleve el empeño, en tanto no abandonemos la tarea de desenredar la confusa trama de estas cuestiones, íntimamente relacionadas entre sí, podemos abrigar la certeza de que lograremos abrirnos paso hacia la ansiada solución.
El objetivo primordial de todo esfuerzo debe ser, antes que nada, hacer surgir el potencial para el diálogo en su forma más plena. En tanto la historia de la humanidad siga su curso, habremos de enfrentar el desafío perenne de establecer, mantener y fortalecer la paz a través del diálogo, de hacer del diálogo el camino certero y firme hacia la paz.
Debemos sostener y proclamar esa convicción una y otra vez, sin inmutarnos ante el frío menosprecio o las críticas despiadadas que podamos despertar en los demás.
Vienen a mi mente palabras del poeta Rabindranath Tagore (1861-1941), cuya obra siempre me ha inspirado el más profundo respeto y aprecio:
Lo posible pregunta a lo imposible:
“¿Dónde vives?”.
“En los sueños de los inútiles”, le contesta éste.
***
A medida que examino mis propios esfuerzos para fomentar el diálogo, me invade la certeza, más clara que nunca, sobre la urgente necesidad de reorientar las energías del dogmatismo y del fanatismo –responsables de gran parte de los más funestos conflictos– hacia un enfoque humanístico. En un mundo desgarrado por el terrorismo, las represalias y las rencillas surgidas de las diferencias étnicas o religiosas, un intento de ese tenor puede parecer una empresa imposible. Pero aun así, creo que debemos continuar poniendo el máximo empeño en dicho objetivo.
No estoy proponiendo aquí el humanismo como algo que necesariamente deba hacer frente al dogmatismo o al fanatismo, en una estéril competencia entre “-ismos”.
La verdadera esencia y práctica del humanismo yace en el diálogo sincero, de corazón a corazón. Se trate de una cumbre diplomática o de variadas formas de interacción entre ciudadanos comunes de diferentes latitudes, el diálogo genuino posee la clase de intensidad descrita por el gran humanista y filósofo del siglo XX, Martin Buber (1878-1965),quien lo define como un encuentro “en un estrecho farallón” , donde el menor descuido podría resultar en una caída fatal. El diálogo es verdaderamente esa clase de encuentro intenso.
Creo que la analogía de los trimtabs (alerones) –pequeñas solapas ajustables situadas en las alas de los aeroplanos y en las quillas de los barcos– puede resultar muy útil. Como el diseñador y filósofo R. Buckminster Fuller señaló, un trimtab sobre el timón de un barco puede ser operado con la fuerza de un solo individuo; facilita ampliamente el movimiento del timón y permite, por ende, que un navío de inmensas proporciones cambie de rumbo. El humanismo tiene la capacidad de desempeñar la misma función y de guiar a la sociedad global por nuevos y mejores derroteros.
A medida que se propaga y multiplica el oleaje del diálogo, su onda expansiva genera en el flujo de las corrientes esa clase de cambio capaz de imprimir una nueva dirección a las fuerzas del fanatismo y del dogmatismo. El efecto acumulativo de tales esfuerzos, aparentemente insignificantes, es, estoy convencido, suficiente para cambiar el rumbo de la época, del mismo modo en que un pequeño trimtab puede corregir el curso de un gran navío o de un aeroplano. El factor crucial es, por ende, emprender el duro y minucioso trabajo de desafiar, a través de la lucha espiritual que significan el encuentro con los demás y el diálogo intenso, los supuestos y los apegos por los que nos regimos los seres humanos.
Las trampas del fanatismo
El fanatismo y el dogmatismo tienen muchas caras. Si bien hay quienes se precipitan a asociar ambas tendencias a las religiones monoteístas, de hecho, uno y otro se encuentran en todo el espectro del quehacer humano. El budismo, considerado en principio relativamente inmune a esa clase de extremos, de ninguna manera está a salvo de tales trampas, como veremos más adelante. Y desde luego, el fanatismo no se encuentra limitado exclusivamente al terreno de lo religioso. No será posible olvidar la manera en que las ideologías políticas del siglo XX cayeron en esa misma trampa.
En cierta medida, cualquier ideología (en el sentido más amplio del término) corporifica una ortodoxia o una manera fija de entender el mundo. Por lo tanto, debemos desarrollar una mejor comprensión de los aspectos tanto positivos como negativos de tales ortodoxias o “-ismos”.
Una ortodoxia puede ser algo positivo en la medida en que sirve de norma para guiar el accionar del ser humano hacia fines constructivos. Por otro lado, no obstante, los mencionados “-ismos” pueden comenzar a restringir el libre pensamiento y capacidad de juicio de la gente a un solo y exclusivo punto de referencia. Cuando ese poder se torna desmesurado, y se pierde el control sobre él, los “-ismos”, que son abstractos, pueden terminar esclavizando la vida de personas de carne y hueso. Es parte de la naturaleza intrínseca de las ortodoxias la tendencia a precipitarse hacia esa dirección en cualquier momento.
El fanatismo surge cuando aquel aspecto destructivo se agiganta fuera de toda proporción. Se llega así a una situación en que la vida humana se ve grotescamente devaluada, y la muerte –tanto la propia como la de otros–, se ve lamentablemente glorificada. Ello explica que el siglo XX haya sido tanto una era de ideologías como una época de masacres sin precedentes.
En oposición a esa clase de “-ismos” u ortodoxias, el rasgo más notable del humanismo es que este no pretende inculcar normas de comportamiento definidas externamente. Por el contrario, se concentra antes que nada en las acciones libres y espontáneas del espíritu humano y en los juicios y decisiones autónomos.
Ciertamente, el humanismo respeta y defiende la humanidad –en su doble aspecto de conjunto de seres humanos y de cualidad abstracta– como su principio fundamental. Pero no pretende en absoluto establecer sobre esa base un conjunto de reglas inamovibles para guiar todo pensamiento y acción.
En una oportunidad, se le solicitó al célebre antropólogo cultural Eiichiro Ishida (1903-1968) que brindara una definición universal para el concepto de “humanidad”. Haciendo hincapié en que el relativismo cultural tornaba difícil el cometido, el señor Ishida se esforzó mucho por hallar las palabras adecuadas, antes de concluir con la siguiente formulación: “En definitiva, se trata de lo que uno mismo entiende por ser ‘humano’”.
Si bien una definición de esa naturaleza podría resultar un tanto vaga, quizás sea útil para ilustrar la naturaleza del proceso autónomo, surgido de la motivación interna, que estoy tratando de describir. Pero ello no significa en absoluto una actitud irresponsable, carente de principios, propia del “todo vale”. Es únicamente confrontando los dilemas más dolorosos y tomando las decisiones más difíciles que nuestra capacidad de permanecer fieles a un proceso de decisión libre y autónomo –de ser consecuentes con lo que cada uno entiende por ser humano–, es sometida a prueba hasta las últimas consecuencias.
“¡Los principios existen para las personas!”
La vida de Albert Einstein (1879-1955) ilustra el punto que estamos tratando de manera contundente y conmovedora. Einstein, hombre extraordinariamente comprometido con la paz, se vio sometido, por ser judío, al implacable acoso y a las violentas amenazas de los nazis. Después de una desgarradora lucha interior, Einstein tomó la decisión de que oponerse activamente a los nazis era el único medio de conjurar un futuro de horrendas consecuencias. Era el mismo Einstein que admiraba profundamente al Mahatma Gandhi y que había declarado anteriormente: “Prefiero que me corten en pedazos a obedecer la orden de disparar contra alguien”. Si tal afirmación fuese entendida dogmáticamente, podría parecer que su ulterior cambio de postura ponía en jaque sus principios. Sin embargo, como él mismo lo explicó: “los principios existen para los hombres y no, los hombres para los principios”.
Creo que aquí es necesario comprender claramente varios puntos.
El primero de ellos es que Einstein se vio obligado a aceptar que no oponer resistencia al accionar atroz y unilateral de los nazis equivaldría a colaborar con la tarea de destrucción que estos habían emprendido.
El segundo punto es que su refrendo a la decisión de fabricar (mas no utilizar) armas nucleares surgió del temor ante las pavorosas consecuencias que sobrevendrían, si los nazis lograban desarrollar dichas armas primero. Cuando, en contra de su deseo, las bombas atómicas fueron arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, él lamentó haber participado en su fabricación y afirmó más adelante que había cometido “el error más grande de mi vida...”.
Un tercer punto que hay que considerar es que ese sentimiento de culpa y de responsabilidad lo impulsaron en los años de posguerra a redoblar sus esfuerzos como activista de la paz y a luchar por la abolición nuclear, y el establecimiento de un gobierno mundial.
Creo que el tema recurrente que aparece a lo largo del complejo drama interior de Einstein es que cada una de esas difíciles y por cierto peligrosas decisiones fueron la expresión de su búsqueda incesante para hallar aquello que nos define como seres humanos, la pauta universal de la humanidad a la que aludimos más arriba. La esencia y la prueba del humanismo, a mi criterio, son nuestro conflicto y batalla internos en pos del bien. En medio de la pérfida escalada del nazismo, Einstein declaró repetidas veces: “Debemos cambiar el corazón de la gente”, propósito imposible de llevar a cabo sin esa clase de lucha interior.
La filosofía de Einstein después de la guerra tal vez no se caracterizó por su falta de violencia, en el sentido estricto de la idea. Sin embargo, creo que su objetivo más esencial tenía muchos rasgos en común con las batallas no violentas que llevaba a cabo el Mahatma Gandhi. Así lo demuestran claramente los elogios que, en sus últimos años, Einstein dedicó a Gandhi, a quien llamó “el genio político más grandioso de nuestra época”.
El axioma sumamente sagaz de Einstein de que los principios existen para las personas y no, las personas para los principios, es una expresión simple y directa de lo que puede considerarse el eje fundamental del humanismo. Pero, tal como lo prueban las luchas de este coloso del siglo XX, nada es más difícil de poner en práctica. Las ideologías religiosas y políticas, con demasiada frecuencia, han supeditado a la gente a sus normas y han llegado a sacrificarla en el altar de sus reglas inflexibles y de sus principios abstractos. Esa errónea inversión de valores deriva de una tendencia de la naturaleza humana, profundamente enraizada, que nos empuja a los brazos del dogmatismo y del fanatismo. Los registros históricos que existen al respecto son verdaderamente escalofriantes.
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En las escrituras budistas encontramos las siguientes palabras: “Shakyamuni enseñó que lo superficial es fácil de abrazar, pero que lo profundo es difícil. Descartar lo superficial y buscar lo profundo es el camino de una persona de coraje”. Con demasiada facilidad, las personas parecen perder de vista y olvidar su propia capacidad para hacer surgir la valentía, y se aferran a uno u otro dogma, al que terminan sometiéndose. Al parecer, adolecemos de una debilidad instintiva que nos impulsa a elegir la manera más cómoda y fácil de creer en un dogma, es decir, ciega e incondicionalmente.
Es allí donde acechan las trampas del extremismo, listas para aprovecharse de la debilidad y de la falta de criterio que existen en todo individuo; allí, la complacencia y otras estratagemas son útiles herramientas para despertar tendencias tan destructivas como el odio, la ira, los celos y la arrogancia. Esa clase de dogmatismo actúa para degradar, debilitar y atrofiar el espíritu humano. Se yergue en las antípodas del humanismo.
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La exploración del humanismo
En la propuesta que presenté en el 2002, expuse algunas perspectivas budistas sobre la filosofía y la práctica del humanismo. Quisiera aprovechar la ocasión para desarrollar un poco más aquellas ideas, específicamente, a través de las siguientes tres proposiciones, como elementos esenciales de un humanismo inspirado en fuentes budistas.
1. Todas las cosas son relativas y mutables.
2. Es por ende esencial que desarrollemos la capacidad para discernir la naturaleza relativa y mutable de la realidad, así como la clase de sólida autonomía que no se verá abrumada por dicha naturaleza.
3. Basados en ese discernimiento y autonomía, aceptamos todo lo que es humano y no discriminamos; rehusamos estereotipar o circunscribir a las personas sobre la base de su ideología, nacionalidad, origen étnico, etcétera; estamos por lo tanto decididos a transitar activamente todas las sendas del diálogo y a no permitir jamás que se clausuren.
Se puede observar rápidamente que las dos primeras proposiciones –la relatividad y mutabilidad de todas las cosas, y la importancia de desarrollar el discernimiento para reconocer esa realidad– están enraizadas en conceptos budistas como el de los “tres sellos del Dharma” (en japonés: samboin).
La transitoriedad de todos los fenómenos (shogyo-mujo) explica que todas las cosas, eventos y experiencias pueden ser entendidos como una continuidad ininterrumpida de cambio y de transformación. Puesto que todo cambia, nada posee una existencia o sustancia fija o independiente (shoho-muga). El estado iluminado que se logra a través de la capacidad plenamente desarrollada de discernir esa realidad suele denominarse “la tranquilidad del nirvana” (nehan-jakujo). Dicho concepto describe el despertar inicial de Shakyamuni, cuando este comprendió que todas las cosas surgían en el contexto de su interrelación mutua; el nuestro es un mundo tejido con los ricos hilos de la diversidad, pues todo existe en una red de interdependencia, y cada cosa es la causa o conexión por la cual todas las demás cosas adquieren existencia.
Si nos atenemos a la visión sobre el budismo que prevalece en gran parte del mundo, la tercera proposición que expongo aquí –el compromiso positivo con la acción y con el diálogo– puede parecer un tanto insólita, porque tal vez se opone a la imagen contemplativa que generalmente se asocia con el budismo, expresada en conceptos como, por ejemplo, el de los “tres sellos del Dharma”.
Otros principios tempranos del budismo ponen el acento en que la iluminación está más allá del poder de las palabras o de la intelección. El énfasis puesto en las limitaciones del lenguaje parecería otorgar –de acuerdo con la formulación del científico y filósofo francés Albert Jacquard acerca del “diálogo auténtico hecho tanto de silencios como de palabras”–, un énfasis mucho mayor al silencio. El empleo del silencio no como un vacío o una ausencia, sino como una opción de fecunda riqueza es una importante característica del budismo.
No debe sorprender en absoluto que un sinfín de personas, en el trance de enfrentar el innegable estancamiento que aflige a la civilización occidental –cuyo dramático desarrollo siempre se basó en la importancia primordial de la racionalidad y del lenguaje–, busquen ahora abrirse a experiencias más saludables, en muchos casos, de carácter budista, que ofrecen un auténtico contraste con aquella cosmovisión centrada en el lenguaje.
Pero, en tanto la capacidad de emplear el lenguaje siga siendo el atributo distintivo de la especie humana, no podemos permanecer en silencio y aun así aspirar a concretar el ideal del humanismo. En tal sentido, nuestra única opción es sumergirnos en la humanidad y nadar a plena conciencia en el océano del diálogo.
Una marca de honor
En términos más concretos, eso significa confrontar directamente el mal y la desdicha que constituyen un aspecto inevitable de la existencia humana. La siguiente afirmación de Vimalakirti: “Cuando los seres vivos se enferman, el bodhisattva se enferma; cuando todos los seres vivos se curan, el bodhisattva se cura” expresa la resolución del bodhisattva altruista de emprender ese desafío. Esa clase de determinación ocupa un lugar primordial en el budismo Mahayana. La tradición Mahayana, aquella que fluye desde el Sutra del loto hacia Nichiren y constituye la práctica de los miembros de la SGI , alienta con gran firmeza a llevar adelante la práctica dinámica del bodhisattva, caracterizada por el diálogo y el compromiso. (Es necesario destacar que al hacerlo así, dicha práctica, lejos de negar la serenidad interior de la iluminación, la hace surgir plenamente.)
Puesto que considero que esa clase de acción dinámica es un importante aspecto del budismo, me referí a Shakyamuni, cuando diserté en la Universidad de Harvard, en 1993:“se encontraba con los demás lleno de alegría; se acercaba a ellos con semblante jovial y acogedor”. Imagino que ese dinamismo muestra poderosas coincidencias con los “sentimientos religiosos cósmicos” de los que Einstein hablaba a menudo.
Por todo lo expresado hasta ahora, quisiera proponer las siguientes guías para un humanismo en acción: reconociendo que todo está en proceso de cambio dentro del marco de la interdependencia, nosotros por cierto vemos la armonía y la unión como expresiones de nuestra interconexión. Pero podemos apreciar la contradicción y el conflicto de la misma manera. De modo que la lucha contra el mal –una lucha que surge del esfuerzo interior de dominar nuestras propias contradicciones y conflictos– debe considerarse una prueba difícil pero inevitable que debemos atravesar, en nuestro esfuerzo por crear un sentido de conexión más vasto y más profundo.
Si experimentamos la conexión de manera positiva, como un sentimiento de armonía y de unión, experimentamos la misma conexión negativamente en situación de conflicto. Puesto que se trata de dos aspectos de la conexión, se puede considerar que tienen igual valor. Sin embargo, dado que reconocemos la realidad de la vida como una lucha y comprendemos que es a través de esa lucha que nuestra humanidad se templa y fortalece, es aun más crucial establecer un valiente compromiso con los conflictos.
Dentro de la tradición budista, esa es la distinción de honor del bodhisattava. Resueltos a no discriminar a nadie a partir de estereotipos o de limitaciones impuestas desde afuera, podemos reconocer la unión que existe en la base de cualquier conexión positiva o negativa, y consagrarnos con toda la energía vital que nos sustenta al tipo de diálogo que transformará incluso los conflictos en conexiones positivas. Es en este tipo de desafío donde se puede percibir la auténtica contribución de un humanismo basado en principios budistas.
Tal ha sido la firme convicción que me ha sostenido en mi ardua labor a lo largo de los años.
Cuando en 1968 hice un llamado a la normalización de las relaciones entre la China y el Japón, o bien, cuando puse todo mi empeño para aliviar las tensiones entre la China y la Unión Soviética , como mencioné antes, me impulsaba el firme convencimiento de que ni siquiera el más feroz de los conflictos podía durar para siempre. Siempre que haya gente que haga oír su voz en bien de la paz, existe la esperanza.
En 1996, las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos estaban en un punto muy crítico, después de que, en febrero de ese año, dos avionetas privadas fueron derribadas por la Fuerza Aérea Cubana; tal hecho solo vino a agravar las tensiones que provocaba el embargo económico de los Estados Unidos contra Cuba, cada vez más severo. Cuando en junio realicé una visita a los Estados Unidos y a Cuba, país este último donde me encontré con el presidente Fidel Castro, con quien mantuve un franco intercambio, también me alentaba la convicción humanística de que el enfrentamiento entre ambas naciones no era algo rígido ni destinado inevitablemente a prolongarse en el futuro.
Qué mejor prueba de la naturaleza relativa y mutable de la realidad, que la caída del Muro de Berlín, tal vez, el símbolo más notorio de la Guerra Fría , que a veces parecía destinada a durar para siempre. Recuerdo mi visita a Alemania Occidental en 1961; en esa ocasión, me detuve frente a la Puerta de Brandeburgo y manifesté mi certeza, inspirada por mi fe en el valor de la gente y en su anhelo por la paz, de que esa innoble valla divisoria caería antes de que transcurrieran treinta años. Increíblemente, veintiocho años después, el Muro de Berlín fue derribado por ciudadanos comunes que vivían a ambos lados de una nación dividida en dos.
He tenido dos veces el inmenso placer de reunirme con el presidente de Sudáfrica, Nelson Mandela, a quien considero un muy apreciado amigo. He aquí cómo el señor Mandela se refiere al proceso que hizo posible enfrentar ciertas realidades en apariencia insolubles y derrocar el sistema del apartheid:
Muchas personas de la comunidad internacional que observaban desde la distancia cómo nuestra sociedad desafiaba a los profetas de la maldición y sus predicciones de conflictos interminables, hablaron de un milagro. Sin embargo, todos los que han participado de cerca en la transición saben que se trata del resultado de una decisión humana.
¡Qué observación realmente cargada de significado!
Las transformaciones históricas, que impactan como milagros a quienes se limitan a observar sin participar, son de hecho la obra de quienes poseen la sabiduría de discernir lo relativo y mutable de la realidad, y tienen la voluntad de ponerse en acción con la clara perspectiva de un futuro mejor.
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