Shakyamuni bajo el árbol Bodhi |
SHAKYAMUNI, EL BUDA HISTORICO.
Shakyamuni era hijo del rey Shuddhodana y de la reina Maya,
soberanos de los Shakyas. Había nacido en los Jardines de Lumbini, cuando su
madre se dirigía de Kapilavastu, a la casa de sus padres. Se cree que Maya
falleció una semana después. Por esa razón, el niño fue criado por su tía
materna, Mahaprajapati. Fue el comienzo tumultuoso de una vida turbulenta.
Aunque el reino de su padre era pequeño, el príncipe Shakyamuni creció
rodeado de lujo y fue educado en las artes civiles y militares. Disponía de un
palacio para cada estación del año y de sirvientes con parasoles que acudían
presurosos para protegerlo de los quemantes rayos del sol. Durante el período
de las lluvias, jóvenes doncellas, bailarinas y músicos lo servían y
entretenían para que no tuviera que aventurarse extramuros. Vivía con total
comodidad y holgura.
Pero era un joven en extremo sensible que, con el tiempo, comenzó
a sufrir una profunda angustia espiritual. Con frecuencia, caminaba alrededor
del estanque que adornaba los jardines, inmerso en hondos pensamientos
filosóficos. Se decía: “No importa cuán jóvenes y saludables podamos ser, la
vejez, la enfermedad y la muerte llegarán inevitablemente. Es un destino del
que nadie puede escapar». Percibió la vejez, la enfermedad y la muerte en su
propia vida y las escudriñó cuidadosamente. Reflexionaba: “Sin embargo, la
gente observa la vejez, la enfermedad y la muerte de los demás con desdén, y
hasta se burla. ¿Por qué? Es absurdo, ciertamente no es la actitud correcta
hacia la vida”.
Le impresionaban dolorosamente el prejuicio y la arrogancia que
acechaban en el corazón humano. No podía comprender que las personas vieran la
vejez, la enfermedad y la muerte como un problema ajeno. Llegó a creer que no
existiría verdadera felicidad, si no se resolvían esas cuestiones inevitables,
inherentes a la condición humana. Fue el inicio de una penosa lucha interna.
La tradición budista sostiene que la decisión de Shakyamuni de
renunciar a la vida secular estuvo motivada por una serie de incidentes
conocidos como “los cuatro encuentros”.
Cierto día, se aventuró a
salir para dar un paseo, cruzó el portal oriental del palacio y encontró a un
anciano; en otra oportunidad, salió por el portal que miraba al sur y vio a una
persona enferma; y una tercera vez, al atravesar la puerta occidental, se topó
con un cadáver.
Luego, franqueó la entrada septentrional y tropezó con un asceta
que pasaba. Este encuentro pulsó en él una cuerda profunda; tomó la decisión de
renunciar a su título principesco y lanzarse al mundo en busca de la
iluminación.
Probablemente, el relato de “los cuatro encuentros” no es
fidedigno, sino una historia adornada en narraciones posteriores. Con todo, en el contenido de las enseñanzas
budistas, es evidente que la motivación de Shakyamuni para renunciar a la vida
secular estuvo hondamente conectada con su deseo de encontrar el modo de
trascender los sufrimientos humanos fundamentales: la vejez, la enfermedad y la
muerte.
Shuddhodana sintió que su hijo y heredero estaba pensando en la
vida religiosa. Según una fuente, el Rey arregló el matrimonio de Shakyamuni
con la hermosa Yashodhara para impedir que aquél abandonara el hogar. La pareja
tuvo un hijo, Rahula, quien luego se convertiría en uno de los diez discípulos
principales de Shakyamuni y llegaría a ser el “primero en la práctica no
conspicua”. La mayoría de quienes rodeaban a Shakyamuni creyeron que al casarse
y tener un hijo se asentaría. Pero el tormento espiritual del joven príncipe
continuó. En verdad, cuanto más pensaba en la responsabilidad de asumir el
trono, más se intensificaba su sufrimiento.
Razonó: “Las personas
pelean y se matan, tratan de dominar con
las armas. Pero incluso el poder militar más temible está condenado a ser
destruido algún día por el mismo medio que utilizó para conquistar a otros.
Ninguno de nosotros puede escapar de los sufrimientos de la condición humana:
la vejez, la enfermedad y la muerte. Seguramente, lo más importante es buscar
el modo de liberarnos de ellos”.
En vez de vivir en un mundo regido por la pericia militar, buscó
el verdadero sendero del humanismo. Así pues, decidió renunciar al esplendor
palaciego e iniciar la búsqueda del reino eterno del espíritu. Cuando
Shakyamuni comunicó esto a su padre, el Rey sintió una gran pesadumbre.
De inmediato, tomó medidas para impedir que su hijo se alejara
del hogar. Le brindó comodidades y lujos aún mayores y ordenó a los criados que
le prodigaran atenciones y entretenimientos. Pero Shakyamuni permaneció firme.
Finalmente, el Rey le prohibió poner un pie fuera del palacio. Pero nada pudo
apagar la llama del espíritu de búsqueda. Cierta noche, mientras cabalgaba en
su amado corcel en compañía de un fiel asistente, Shakyamuni burló la estrecha
vigilancia y abandonó la ciudad de
Kapilavastu.
Las fuentes difieren acerca de la edad que tenía en ese entonces;
algunas dicen diecinueve, otras, veintinueve.
Se dirigió al sur, a través del reino de Koliya, y cruzó el río
Anouma. Allí, se quitó todas las prendas y ornamentos que podían identificarlo
como príncipe y las entregó a su
asistente, junto con las riendas de su caballo favorito. Se cortó el cabello
con el filo de su espada, se volvió hacia su acompañante y le dijo: “Ahora,
seguiré solo. Por favor, regresa al palacio y dile a mi padre y a mi esposa que
no volveré a Kapilavastu hasta que haya logrado el objetivo que me propuse al
abandonar la vida secular”.
Después de reflexionar acerca de su aprendizaje, Shakyamuni acudió
a un sabio ermitaño brahman, de quien se decía que era maestro de meditación
yoga. Se creía que mediante esa práctica, las personas podían liberar al
espíritu puro, no contaminado, de los apegos materiales.
Por ese medio, el sabio ermitaño, a quien Shakyamuni había
escogido como primer maestro, había logrado llegar a la etapa conocida como “el reino en el que nada existe”:
un estado de vacuidad en el que uno está libre de todos los apegos mundanos.
Bajo su guía, Shakyamuni se dedicó a la práctica y, en breve tiempo, logró el
mismo nivel que su maestro. Sin embargo, sintió que la enseñanza no le brindaba
la solución a las preguntas sobre la vida y la muerte.
Buscó otro maestro, también ermitaño, cuya experiencia en
meditación yoga le había permitido alcanzar “el reino en el que no existe ni el pensamiento ni el no
pensamiento”, un estado en el que no había actividad mental. Una vez
más, Shakyamuni dominó con rapidez esa práctica, pero ella tampoco le permitió
concretar su propósito.
La vejez, la enfermedad y
la muerte son sufrimientos reales que atormentan a los seres humanos.
Shakyamuni sintió que la iluminación de esos maestros, para quienes la
meditación se había vuelto un fin en sí misma, era inútil por completo para
brindar soluciones al acuciante problema de la vida y de la muerte.
Shakyamuni abandonó a su segundo maestro para continuar la
búsqueda de la verdadera iluminación, y trató de hallar un lugar tranquilo para
dedicarse a la práctica de las austeridades.
Llegó al pueblo de Sena, en el distrito Uruvela, situado a
orillas del río Nairanjana, que corría al oeste de Rajagriha. La ciudad tenía
un hermoso bosque con un follaje verde desbordante, y Shakyamuni lo eligió para comenzar las austeridades. Muchos
ascetas habitaban allí con el mismo propósito.
En aquellos días, era creencia común en la India que el cuerpo
estaba contaminado y que sólo el espíritu era puro. Puesto que el cuerpo tenía
cautivo al espíritu, se pensaba que castigando y debilitando la parte física,
se podía lograr la libertad espiritual.
Las prácticas ascéticas marcaron para Shakyamuni el comienzo de
una lucha implacable consigo mismo, una batalla para lograr la iluminación
perfecta y penetrante. Sus austeridades incluyeron ayunos prolongados, lechos
de espinas, dormir en cementerios sobre los huesos de los cadáveres y comer
basura. Muchas veces, al verlo inmóvil, con la respiración apenas perceptible,
sus compañeros ascetas llegaron a pensar que había muerto. Los rigores que se
imponía eran tan severos que nadie podía igualarlo en la práctica de
austeridades.
El cuerpo de Shakyamuni se vio cruelmente afectado. Las costillas
y las venas del pecho sobresalían dolorosamente. La suciedad ennegrecía una
piel que la práctica ascética había cubierto de llagas y heridas ulceradas. El
cabello y la barba, excesivamente largos, aparecían desaliñados. Sólo los ojos,
a pesar de estar inyectados en sangre, brillaban con inusual claridad y
lucidez.
Durante varios años, se había dedicado a las austeridades,
exigiéndose hasta los límites de lo soportable. Sin embargo, todos esos
esfuerzos no habían producido el resultado anhelado. Se planteó este dilema:
“Buscar sólo el placer sensual es una manera de vivir ruin y sin sentido, pero
¿acaso la prosecución de severas austeridades y mortificaciones me ha permitido
lograr la verdadera iluminación? Es una práctica inferior e inútil, porque sólo
me provoca dolor y sufrimiento”. Comprendió que el ascetismo extremo no le
permitiría lograr lo que buscaba, y decidió abandonar ese camino.
Shakyamuni abandonó el bosque y se dirigió al río Nairanjana. La
luz del sol reverberaba en las hojas de los árboles y cubría de pequeños
diamantes la superficie del agua.
Tambaleante, se acercó a la orilla para bañarse. El fresco caudal
despejó su mente obnubilada por la extrema debilidad. Lavó la inmundicia
acumulada durante el prolongado sacrificio. Era su nueva partida.
Estaba tan agotado, que salir del río le demandó un esfuerzo
enorme. Mientras estaba sentado arreglándose el cabello, una joven llamada Sujata,
que venía de un pueblo cercano, se aproximó para ofrecerle un cuenco de arroz.
Después del largo ayuno, Shakyamuni aceptó de buena gana. Todo su cuerpo
revivió. Descansó un poco y, recobrada en parte la energía, marchó en busca de
un nuevo camino que lo condujera a la iluminación. Cruzó el río y, por fin,
encontró una enorme higuera Pipal. Se sentó a la sombra del follaje, cruzó las
piernas y adoptó la posición del loto.
Prometió: “Permaneceré en esta posición hasta que haya logrado la
verdadera iluminación, aunque el calor marchite mi cuerpo mientras lo intento”.
Y cerró suavemente los ojos.
De tanto en tanto, el viento susurraba entre las ramas, pero
Shakyamuni, perdido en una honda contemplación, no se movió.
Según las escrituras budistas, en ese momento, los demonios
comenzaron a tentarlo. El relato de los medios que usaron para incitarlo
difiere según el texto, pero es interesante señalar que algunos incluyen
abordajes sutiles y emotivos.
Por ejemplo, en una oportunidad, el demonio trató de hacerlo
vacilar susurrándole con suavidad: “Mira qué demacrado estás, qué pálido está
tu rostro. Seguramente estás al borde de la muerte. Si continúas sentado aquí,
de esta manera, será un milagro que sobrevivas”. Después de señalarle el
peligro en el que estaba y de instarlo con énfasis a vivir, trató de
persuadirlo de que si seguía las enseñanzas del Brahmanismo, acumularía gran
beneficio sin tener que experimentar tantas penurias. Declaró que los esfuerzos
de Shakyamuni por lograr la iluminación no tenían sentido.
El episodio presentado como tentación de los demonios simboliza
la intensa contienda que tuvo lugar dentro de él.
Lo asaltó la duda, que quebrantó su paz interior y arrojó su mente a la confusión. El cuerpo
extremadamente débil y las reservas físicas agotadas fueron un campo fértil.
También el espectro de la muerte se presentó para acosarlo. El tormento mental
era enorme; sabía que no había obtenido nada de las intensas austeridades que
había emprendido. Este esfuerzo ¿sería también inútil? Estaba plagado de deseos
mundanos, atormentado por el hambre y la necesidad de dormir, hostigado por el
temor y la duda.
Los demonios son las
funciones de los deseos mundanos y de las ilusiones; intentan perturbar la
mente de quienes buscan el camino a la verdadera iluminación. Algunas veces, se
manifiestan como apego a los deseos terrenales, hambre o sueño. Otras, torturan
la mente asumiendo la forma de ansiedad, miedo e incertidumbre.
Las personas que son desviadas por tales demonios, siempre
justifican su fracaso de alguna manera. Se convencen de que el motivo que
esgrimen es perfectamente razonable y natural.
Por ejemplo, como en la época de Shakyamuni todavía nadie había
logrado la iluminación, podría haber concebido la idea de que la meditación bajo
el árbol pipal tal vez no era útil.
Con frecuencia, las funciones demoníacas hacen que la gente se
aferre a alguna lógica que justifique su debilidad y sus necesidades
emocionales. Nichiren Daishonin advierte sobre esto cuando escribe: “...el
demonio cuidará de él como los padres”.
Sin embargo, Shakyamuni vio a esas funciones demoníacas tal cual
son, extrajo una poderosa fuerza vital y arrasó con los pensamientos
destructivos que lo invadían. En su corazón clamó: “¡Demonios! Ustedes pueden
derrotar a un cobarde, pero el valiente triunfará. Lucharé. ¡En vez de vivir en
la derrota, moriré peleando!”.
Ese pensamiento hizo que su mente regresara al estado de
tranquilidad. Lo envolvió el sereno manto
de la noche, cuajado de estrellas que titilaban con un brillo puro y
cristalino.
Luego de superar la violenta embestida de las fuerzas diabólicas,
la mente de Shakyamuni quedó fresca y vigorosa; su espíritu estaba tan claro,
como un despejado cielo azul.
Afirmó un estado interior inamovible y centró su atención en el
pasado. Intentó una visión retrospectiva y, de inmediato, comenzaron a aparecer
las imágenes de su vida anterior. A medida que avanzaba en su búsqueda interna,
recuerdos de incontables existencias pasadas se presentaron vívidamente, uno tras
otro. Y fue más allá; recordó las innumerables formaciones y destrucciones del
universo.
Se dio cuenta de que el
presente, este momento en que se encontraba sentado meditando bajo el árbol
Pipal, era parte de un ciclo interminable de nacimiento, muerte y renacimiento,
desde el tiempo sin comienzo. Despertó así a la naturaleza eterna de la vida,
que abarca el pasado, el presente y el futuro.
Entonces, se disiparon todos los temores y las dudas que habían
existido en las profundidades de su ser, como un pesado lastre, desde el
nacimiento. Finalmente, había llegado a las hondas e inconmovibles raíces de su
propia existencia. Sintió que la oscuridad ilusoria que lo había envuelto se
disipaba a medida que la brillante luz de la sabiduría lo iluminaba. Había abierto
dentro de sí un estado de vida tan amplio como la imponente vista que se
obtiene desde un mirador libre de obstáculos, emplazado en la cima de una
montaña elevada.
Con esa aguda percepción, Shakyamuni fijó su interés en el karma
de todos los seres vivos. Por su mente desfilaron las imágenes de toda clase de
individuos que pasaban por ciclos interminables de nacimiento y muerte. Algunos
habían nacido en la miseria, otros, en circunstancias afortunadas. Concentrando
su ichinen en ello, rastreó la causa de esa diferencia.
Y observó: “Los que padecen el karma de ser desdichados han
cometido malas acciones, en hechos, palabras o pensamientos, y han calumniado a
los practicantes de la Ley verdadera, en alguna existencia pasada. Lo que formó
la base para su conducta equivocada fue el apego a opiniones erróneas. En
consecuencia, llevan con ellos el karma de ser infelices después de la muerte y
en la próxima existencia. Por el contrario, los que fueron buenos y virtuosos
en sus acciones, palabras y pensamientos, no calumniaron a los practicantes de
la Ley verdadera y se condujeron apropiadamente, sobre la base de opiniones
correctas, disfrutaron de felicidad en las existencias siguientes. La vida
presente está determinada por el karma acumulado en existencias pasadas,
mientras que las existencias futuras se deciden por nuestras acciones en esta
vida”.
Shakyamuni comprendió esto sin sombra de duda. Precisó, de manera
evidente, la inexorable ley de causa y efecto que opera en la vida de las
personas a lo largo del interminable ciclo de la vida y la muerte.
Se acercaba el alba. En el mismo instante en que la estrella de
la mañana comenzaba a brillar en el cielo oriental, algo ocurrió. De repente,
como un ilimitado y penetrante haz de luz, la sabiduría de Shakyamuni emergió
para luminar la verdad eterna e inmutable de la vida. Una sensación similar al
impacto de una descarga eléctrica recorrió su cuerpo. Temblaba de emoción, y un
subido tono rosado invadía las mejillas bañadas en lágrimas.
“¡Esto es!”.
Fue el supremo despertar. Finalmente, se había convertido en un
buda, alguien iluminado a la verdad última. Fue como si dentro de su vida se
hubiera abierto una puerta, de par en par, a todo el universo. Se liberó de
todas las ilusiones. Sintió que ahora, basándose en la Ley de la vida, podía
actuar libremente y disfrutar en plenitud. Era un estado que jamás había
experimentado en esa existencia.
Shakyamuni concluyó: “Todo el universo está sujeto al mismo ritmo
constante de creación y cambio. Esto es aplicable por igual a los seres
humanos. Quienes ahora son niños están destinados a envejecer y, finalmente, a
morir, y luego a renacer otra vez. En el
mundo de la naturaleza o en la sociedad, no hay siquiera un momento de descanso
o inmovilidad. Todo fenómeno en el universo surge y se extingue por influencia
de alguna causa externa. Nada existe en aislamiento; todas las cosas están
ligadas a través del espacio y del tiempo, y se originan en respuesta a
relaciones causales compartidas. Cada fenómeno funciona simultáneamente como
causa y como efecto; y ejerce influencia en el todo. Además, la Ley de la vida
impregna todo el proceso”.
Shakyamuni había aprehendido la verdad mística de la existencia.
Tuvo plena convicción de que podía desarrollarse ilimitadamente mediante esa
Ley a la que había despertado. Toda crítica, obstáculo o dificultad no serían
más que polvo en el viento.
“Al no estar conscientes de esta verdad absoluta, las personas
viven en la ficción de que existen independientemente las unas de las otras
–pensó—. En última instancia, esto las hace prisioneras de sus deseos y, las
aparta de la Ley de la vida, la verdad eterna e inmutable de la existencia.
Vagan por la oscuridad y se hunden en la desdicha y el sufrimiento. Pero esa
penumbra deriva de las ilusiones de la propia vida. Esa oscuridad espiritual no
sólo es fuente de todos los males, sino también, la causa esencial del
sufrimiento de las personas por las realidades del nacimiento, la vejez, la
enfermedad y la muerte. Enfrentando este mal en nuestra vida –esta ilusión e
ignorancia—, podemos abrir el camino hacia la verdadera naturaleza humana y la
felicidad indestructible”.
Pasaron las horas, y la intensa luz de un sol que se elevaba en
el horizonte comenzó a disipar la niebla matinal. Fue una aurora de paz y de
dicha para toda la humanidad; despuntaba un día en verdad radiante. Bañado en
la alegría de haber despertado a la Ley, Shakyamuni contempló el fulgor de un
amanecer que se extendía por toda la Tierra.
Los relatos difieren en lo que respecta a cuánto tiempo
transcurrió desde que Shakyamuni renunció a la vida secular hasta el logro de
su iluminación. Los que sostienen que abandonó el hogar a los diecinueve años,
creen que tenía treinta cuando alcanzó el camino del Buda. Los que dicen que partió
a los veintinueve, afirman que, en ese trascendental momento, tenía treinta y
cinco.
Durante cierto tiempo, Shakyamuni disfrutó la alegría de su
iluminación con respecto a la Ley, pero pronto comenzó a sentirse más y más
preocupado. Enfrentó un nuevo y doloroso dilema: ¿Debía predicar esa Ley a los
demás o debía permanecer en silencio? Sentado a la sombra del árbol pipal,
estuvo muchos días atormentado por esa duda.
Nunca antes se había escuchado, ni mucho menos expuesto, esa
magnífica e insuperable Ley. Había una enorme brecha entre el mundo real y el
deslumbrante universo que existía dentro de su propio ser. Las personas vivían
atormentadas por el miedo a la enfermedad, la vejez y la muerte; y, consumidas
por los deseos, luchaban constantemente entre sí.
Todo eso era producto de la ignorancia sobre la Ley de la vida.
Sin embargo, aunque la enseñara en bien de todos, era posible que nadie la
comprendiera.
Shakyamuni se sintió completamente solo. Era “la soledad del
verdaderamente iluminado”, conocida por quienes han llegado a percibir un
profundo principio o verdad de los que nadie más está consciente.
Según un relato, en ese momento, los demonios reaparecieron para
atormentarlo. Una vez más, este episodio puede interpretarse como una batalla
librada contra las funciones negativas dentro de su propio ser, que esta vez
intentaban disuadirlo de enseñar la Ley a otras personas.
Shakyamuni no pudo detener el surgimiento de la duda y la
vacilación. La incertidumbre frente a la idea de seguir adelante y difundir la
Ley lo angustiaba.
Las funciones diabólicas continuaron importunándolo aun después
de haberse convertido en un buda. Competían entre sí para atacarlo incluso a
través de la brecha más pequeña de su corazón.
Un buda no es un ser sobrehumano; quien ha alcanzado este estado
continúa experimentando problemas, sufrimiento y dolor; todavía está expuesto a
las enfermedades y a la tentación por parte de las fuerzas diabólicas. Por esta
razón, es una persona de coraje, tenacidad y acción continua, que lucha
incesantemente contra las funciones negativas.
No importa cuán elevado sea el estado que podamos alcanzar, sin
esfuerzos sostenidos para avanzar y mejorar, nuestra fe puede destruirse en un
instante.
Según un texto budista, el dios Brahma apareció ante el aún
indeciso Shakyamuni y le suplicó que predicara la Ley a todas las personas.
Este episodio simboliza la determinación que surgió de su vida: avanzar y
cumplir con su misión.
Decidió de modo concluyente: “¡Seguiré adelante! Los que buscan
aprender seguramente escucharán. Quienes tienen poca impureza entenderán.
¡Caminaré entre la gente, que está inmersa en la ilusión y la ignorancia!”.
Sintió que lo invadía una nueva energía. Un gran león se ponía de
pie para luchar por la felicidad de los seres humanos.
El sabio de los shakyas abandonó el bosque. El cielo, las nubes,
los árboles y el río se bañaban en una deslumbrante luz dorada. La brisa
susurraba gentil entre las ramas. La naturaleza parecía aplaudir su jornada con
una bella y jubilosa melodía.
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