LA VIDA Y LA MUERTE. (Ensayo de Daisaku Ikeda publicado en 1998, en la revista de Filipinas Mirror.)
Nadie puede escapar de
la muerte. La cesación de la vida es tan segura como la certeza de que la noche
sigue al día, el invierno viene después del otoño, y la vejez llega cuando la
juventud queda atrás. La gente toma precauciones para evadir el sufrimiento y
no verse en apuros durante el invierno o en la vejez; pero pocas personas se
preparan para la muerte, que adviene indefectiblemente.
La sociedad moderna
aparta su mirada de este tema esencial. Para la mayoría de las personas, la
muerte es una cuestión temible y fatal; para otras, significa la simple
ausencia de vida, un estado en blanco, un vacío. Hay quienes hasta la consideran
algo absurdo.
¿Qué es la muerte? ¿Qué
ocurre con nosotros después de que morimos? Si nos empeñamos, podemos ignorar
tales preguntas. Y en efecto, muchos lo hacen. Pero si no adquirimos profunda
conciencia sobre la realidad de la muerte, terminaremos viviendo una existencia
superficial y de poca estabilidad espiritual. Es posible que logremos
convencernos de que, de alguna manera, lidiaremos con la muerte cuando llegue.
Algunas personas se mantienen asiduamente ocupadas en todo tipo de tareas, para
evitar reflexionar sobre los temas fundamentales de la vida y de la muerte. Sin
embargo, con una actitud semejante, la dicha que podamos experimentar siempre
será efímera y nos veremos acosados sin cesar por la preocupación de una muerte
inevitable. Estoy convencido de que encarar el tema de la muerte les permite a
las personas gozar de una existencia estable, pacífica y profunda.
¿A qué se llama
“muerte”?, ¿se trata de una extinción?, ¿una transición hacia la nada? ¿O es la
puerta de acceso a una nueva vida?, ¿una transformación en lugar de un final?
En todo caso, ¿qué es la vida?, ¿una fase momentánea y evanescente que está
seguida de quietud?, ¿una fase de no existencia?, ¿algo que tiene una profunda
continuidad y se prolonga más allá de la muerte?
El budismo considera un error pensar que la vida concluye con la
muerte. A la vez, sostiene que todo lo que existe y ocurre en el universo está
vinculado y tiene un “origen dependiente” (engi, en japonés). Lo que llamamos
“vida” es una energía vibrante que fluye a lo largo y a lo ancho de todo el
universo, y no tiene principio ni fin; es un proceso continuo y dinámico de
cambio. Desde el punto de vista del budismo, la vida del ser humano no es una
excepción. ¿Por qué ha de ser la existencia humana algo finito, caprichoso,
aislado y desconectado del ritmo universal de la vida?
En la actualidad,
sabemos que los cuerpos celestes y las galaxias nacen, duran un determinado
lapso y mueren. Todo lo que se aplica a las inmensas realidades del universo se
aplica, de la misma manera, al minúsculo mundo de nuestro cuerpo. Desde el
enfoque de la física, el cuerpo humano está constituido por la misma materia,
los mismos componentes químicos que conforman los astros. En tal sentido, somos
“hijos” de las estrellas.
El cuerpo humano consta
de unos sesenta billones de células individuales, y la vida es la fuerza vital
que armoniza el funcionamiento infinitamente complejo de ese número de células
tan difícil de concebir. A cada instante, cantidades incalculables de ellas mueren
y son reemplazadas por otras que nacen. En ese nivel, cada uno de nosotros está
experimentando diariamente los ciclos del nacimiento y la muerte.
En términos prácticos,
la muerte es necesaria. Si las personas vivieran para siempre, con el tiempo empezarían
a anhelar la muerte. Sin la muerte, enfrentaríamos toda una nueva gama de
problemas, desde la superpoblación mundial hasta el hecho de tener que lidiar
con un físico envejecido. La muerte da espacio a la renovación y a la
regeneración.
Por consiguiente, la
muerte debe agradecerse como un beneficio, tanto como se agradece la vida. El
budismo ve la muerte como un período de descanso, como el acto de dormir,
mediante el cual la vida recobra energías y se prepara para nuevos ciclos de
existencia. No hay ninguna razón para temerle a la muerte, para odiarla
o para buscar desterrarla de nuestra mente.
La muerte no discrimina:
nos despoja de todo. La fama, la riqueza y el poder son absolutamente inútiles
en el estado de desapego total de los últimos instantes de nuestra existencia.
En ese momento, en lo único que podemos confiar es en nosotros mismos. Debemos
afrontar la muerte con solemnidad, con la sola armadura de nuestra cruda
humanidad, con el registro real de nuestras acciones, de acuerdo con las
elecciones que asumimos en la vida. “¿He sido fiel a mí mismo?”. “¿Qué he
aportado al mundo?”. “¿De qué estoy satisfecho y cuáles son mis
remordimientos?”.
Para morir bien, uno
tiene que haber vivido bien. Para quienes han transcurrido su existencia fieles
a sus convicciones y han trabajado para brindar felicidad a los demás, la
muerte puede llegar como un descanso reconfortante, como un sueño bien ganado
después de un día de gratos esfuerzos.
La manera en que David
L. Norton (1930-1995), profesor de filosofía de la Universidad de Delaware,
confrontó su propia muerte hace algunos años me impresionó hondamente.
Cuando tenía diecisiete
años, David Norton se sumó a un cuerpo de bomberos paracaidistas voluntarios;
se dedicó a lanzarse en su paracaídas sobre las áreas más inaccesibles para
impedir que los incendios se expandieran, cortando árboles y cavando
trincheras. Él decía que eso le permitía aprender a superar sus propios
temores.
Ya en sus sesenta años,
le diagnosticaron un cáncer avanzado. Según su esposa Mary Norton, mientras
enfrentaba su fin con gallardía, David Norton se dio cuenta de que el dolor no
era capaz de doblegarlo; tampoco le pareció que morir fuese una experiencia
solitaria. La señora Norton me contó que él se había sentido todo el tiempo
rodeado de amigos, y que había mantenido la compostura sin el menor temor ante
la muerte, como si fuese “otra aventura”, como la “experiencia límite” de
saltar sobre el humo.
La señora Norton
reflexionó: “Pienso que, ante todo, una aventura es una oportunidad para
desafiarnos a nosotros mismos. (…) Es salir de situaciones que nos son cómodas,
donde sabemos qué va a ocurrir, donde no tenemos de qué preocuparnos. Es una
oportunidad de crecer (…), de ser lo que realmente uno debe ser. Pero no se
puede enfrentar la aventura con temor”.
Estar consciente de la
muerte nos permite vivir cada día y cada momento con agradecimiento por la
incomparable oportunidad que tenemos de crear algo, mientras habitamos este
planeta. Para disfrutar de verdadera felicidad debemos vivir cada momento como
si fuese el último. El hoy nunca volverá. Podemos hablar del pasado o del
futuro, pero la única realidad que tenemos es el momento presente. Confrontar
la realidad de la muerte nos permite, de hecho, generar creatividad ilimitada,
valor y alegría en cada instante que vivimos.