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La interacción entre un niño y su progenitora brinda un claro ejemplo del valor que entraña la aplicación de los principios psicológicos en la vida cotidiana. Imaginemos una conversación entre una madre y su hijo de tres años, que trata de cortar una manzana con un filoso cuchillo:
¡No, no me voy a cortar! Contesta el niño.
¡Pero qué cosa! grita la madre, ya muy ofuscada.
¡¡No!! Desafía el hijo, terminante.
Entonces, la madre de pronto recuerda algo que estudió en Psicología: que cada mensaje acusatorio en segunda persona puede convertirse en un mensaje no culpabilizador en primera persona.
El niño mira a su mamá serenamente y, cuando esta reitera su aflicción, le entrega el cuchillo sin ira y sin pelear. La madre ha encontrado una forma de hablarle que no hiere su orgullo, que lo respeta como persona. Y por eso el niño responde en la forma adecuada.(1)
El solo hecho de encontrar modos de comunicarnos con los demás no resuelve todos los problemas de la vida. Las personas no somos máquinas, y no hay una sola respuesta que funcione en todos los casos. Las diferencias culturales también cumplen su parte, así que la “mejor solución” a veces varía de un país a otro.
Pero, casi siempre, un mensaje en segunda persona suele imponer al receptor una postura defensiva; obstruye las posibilidades de una comunicación real y despierta el deseo de vencer al oponente. Como sentimos que responder positivamente a las exigencias del otro sería capitular, no queremos ceder. Diríamos que esto es casi una tendencia universal.
En cambio, los mensajes en primera persona respetan al otro. No son un intento de criticar ni de imponer obediencia. Son de naturaleza descriptiva: “Cuando usted actúa así, yo siento esto. Quiero que lo sepa. Lo que usted haga al respecto será decisión suya”. La comunicación que procede en estos términos no acusa a los demás de nada, ni los obliga a obedecer nuestros deseos; respeta la autonomía de los demás.
Esto, es una importante clave para formar interacciones positivas, no sólo con los adultos, sino también con los niños.
La mayoría de las personas gastan una tremenda cantidad de energía tratando de cambiar a los demás.
Uno piensa: “Ah, si fulano cambiara…”, “¡Si dejara de ser así…!”. Pero, en realidad, cuanto más tratamos de cambiar a los otros, más exacerbamos en ellos su actitud defensiva y resentida, y esto casi siempre resulta ineficaz. Cuando uno lleva las cosas un paso más allá y critica o ataca a los demás, acusándolos de inescrupulosos, injustos o insensibles, a menudo hace que respondan exactamente de la manera que estamos denunciando.
Esto también sucede con los niños. Si una madre siempre está gritándole a su pequeño para que se apresure, éste termina sintiéndose una persona lenta, incapaz de hacer las cosas con la debida premura. Cuando esta impresión echa raíz en el corazón, el hijo acaba siendo una persona lenta. Es una perversa “profecía autocumplida”, que
La mejor forma de alentar a un niño a hacer las cosas más deprisa es exactamente eso: alentarlo. Elogiar al pequeño cuando hizo una actividad más velozmente que de costumbre, y nutrir en su mente la imagen de alguien capaz de hacer las cosas en poco tiempo. Si les decimos a nuestros niños que son buenos y agradables, realmente lo serán.
Recalca la necesidad de crear un sistema de apoyo de amplio alcance, que denomina “capital social”, para sostener la salud mental de la población.
“El capital social se define como la capacidad de desarrollar grupos solidarios; la capacidad de cultivar fortaleza social y la capacidad de crear grupos que puedan sostener al sujeto cuando éste se siente débil, enfermo, triste, desorientado o necesitado de apoyo como ser humano.
Si uno tiene este patrimonio a su alrededor, probablemente se sentirá más sano que estando solo y desprovisto de apoyo o contención. Y eso [es decir, esta falta de contención] es lo que está creando en la sociedad de hoy la mayoría de los trastornos mentales”.
Otro problema que ha desvelado a este psicólogo desde hace mucho tiempo es la violencia doméstica, que no se limita al ejercicio del daño físico, sino que puede incluir insultos verbales, desprecio al compañero o formas de maltrato. También puede manifestarse como desatención o abandono ante necesidades de salud del cónyuge, u otro tipo de asistencia que éste requiera.
La violencia doméstica puede manifestarse como violencia psicológica, por ejemplo, cuando se destruyen pertenencias u objetos preciados que tienen un significado para el otro, y también como abandono económico, cuando se da dinero insuficiente para afrontar los gastos de la vida diaria, o cuando se hostiga al compañero echando en cara cada centavo que el otro gasta.
Cuando esta violencia persiste, las víctimas no sólo son empujadas a un estado de desesperación psicológica, sino que a menudo aceptan las acusaciones del abusador; es tan acentuada su falta de autoestima, que se creen merecedoras del maltrato y de los abusos. Muchas se sienten tan impotentes, que hasta pierden el coraje de intentar cambiar la situación autodestructiva en que se encuentran. Por otro lado, está demostrado que los niños criados en hogares donde prevalece la violencia doméstica reciben una influencia perniciosa.
El doctor Santiago-Negrón entiende que la violencia es una enfermedad, y sugiere que se la debería tratar como una cuestión de salud pública: “La tuberculosis, la tos convulsa y la difteria fueron erradicadas porque se las estudió. Lo mismo vale decir de la violencia. Hay que estudiar los factores de riesgo […]
¿Por qué ciertas comunidades participan de ella y otras no? ¿Cuáles son sus motivaciones?”.(2)
Alice Miller, una renombrada psicoterapeuta alemana, ha escrito: “La razón por la cual los padres maltratan a sus hijos no remite tanto al carácter y al temperamento, como a las situaciones de maltrato e indefensión vividas por ellos mismos en su infancia”.(3)
Los niños sometidos a duros castigos físicos o a violentas descalificaciones verbales por parte de sus padres siguen necesitando creer que estos los aman; intentan convencerse de que si ellos los castigan, ha de ser porque los aman. Tratan de adaptarse a estas circunstancias negando inconscientemente su dolor emocional, a pesar del maltrato recibido.
Como resultado de ello, se tornan emocionalmente insensibles, no sólo a sus sentimientos, sino también a lo que sienten los demás. Cuando llega su turno de ser padres, lo más probable es que repitan el abuso que les fue infligido durante su niñez, esta vez sobre sus propios hijos. Esto se debe, en parte, a que no conocen otra forma posible de interacción entre un padre y un hijo.
A veces, el daño puede impedirse, si hay alguien en el medio ambiente del niño abusado que comprende el sufrimiento de todos, y puede brindarles sosiego y paliar su dolor.
El abuso es un círculo vicioso que se perpetúa de generación en generación. Si esta teoría es cierta, en tal caso las raíces de la guerra se remontan a la familia. El doctor Santiago-Negrón es elocuente al respecto: “Me preocupa que la gente crea que la guerra es un medio para resolver conflictos. […]
Si usted y yo tenemos una diferencia, un conflicto, nunca deberíamos considerar la perspectiva de luchar físicamente para dirimirlo. Esto se aplica en el nivel personal, pero también debería aplicarse a las naciones”. Los adultos, afirma, tienen la responsabilidad de enseñar la no violencia a los jóvenes con su propio ejemplo.
Los dirigentes así, miran a ciertos empleados y juzgan: “Este no tiene empuje ni iniciativa…”. Pero no advierte que es su propia actitud, su conducta, la que está inhibiendo la iniciativa y el empuje de los trabajadores.
Imaginemos otra clase de jefa, completamente distinta. Uno de sus empleados comete un error con un cliente y acude a ella a informar el desastre, lleno de miedo. Lo que espera es que su jefa lo crucifique, pero en cambio ella le dice: “Ya veo… No se preocupe. Yo lo resolveré. Déjelo en mis manos”.
Naturalmente, además de sentir un inmenso alivio, el subalterno respetará enormemente a su jefa y trabajará a gusto con ella, dispuesto a retribuir su actitud cordial y considerada.
Respetar, alentar e inspirar a los demás son actitudes que hacen que todo marche sobre rieles, tanto en el lugar de trabajo como en el hogar, la nación o el mundo. ¿Y cuál es el factor más importante para inspirar y alentar a los demás? La gratitud y la valoración; reconocer que la contribución de una persona es importante y útil. Cualquiera se siente inspirado y alentado cuando ve que los demás lo consideran necesario.
Cuando decimos o escuchamos la palabra “Gracias”, se nos cae la armadura del corazón y nos comunicamos en el nivel más profundo. “Gracias” es la raíz de la no violencia. Contiene respeto hacia el otro, humildad y una profunda afirmación de la vida. Irradia un optimismo positivo y activo. Y posee fuerza.
La persona capaz de decir “Gracias” de manera sincera tiene un espíritu sano y vital; cada vez que lo decimos, nuestro corazón rebulle y nuestra vitalidad se eleva poderosamente, desde lo más hondo de nuestro ser.
Ser agradecidos con el apoyo que tantas personas nos han dado (esta conciencia, este sentimiento, este júbilo) nos dará una dicha mucho más grande aún. En lugar de ser agradecidos porque somos felices, deberíamos pensar que el solo hecho de saber dar las gracias es, en sí, una causa de felicidad. Las oraciones imbuidas de gratitud, además, armonizan muy eficazmente con el ritmo del universo y orientan nuestra existencia en dirección positiva.
Cuando no podemos decir “Gracias”, se detiene nuestro crecimiento personal. Cuando crecemos, vemos qué magníficos son también los demás. Pero cuando dejamos de desarrollarnos, sólo vemos los defectos de las otras personas.
Tenemos muchos amigos que viven de acuerdo con las enseñanzas jubilosas e inspiradoras del Budismo. Por eso, podemos cambiar nuestra vida, nuestra familia, nuestro sitio de trabajo y nuestra comunidad. Incluso la sociedad y el mundo. No tenemos por qué renunciar a nuestros sueños de cambio. Un pacifista de Puerto Rico ha dicho: “Tener dinero no es lo que nos hace ricos; la verdadera riqueza yace en tener un sueño”.